Los perseguidos
Por Juan Sebastián Gaviria
La barra estaba pegajosa. Por eso yo seguí allí, como una mosca en una cinta adhesiva, pegado por los codos a la madera, bebiendo cerveza. Era miércoles, el mejor día, el trago costaba la mitad y el bar se encontraba a medio llenar. Sin fila para entrar al baño ni bullicio. A mi derecha había un tipo delicadísimo. Era un marica, pero más que un marica, era uno de esos trolos que de verdad te hacían pensar en el asunto. Su figura era tan delicada, sus manos tan frágiles, y su postura tan sensual, que no te cabían dudas de que el pobre se zafó por un cromosoma de ser hembra. Si yo seguía bebiendo podía terminar eyaculando en su boca dentro del baño sin ningún problema. A mi izquierda se encontraba Maruja, la reina del bar. Siempre estaba allí, cada vez más gorda y cada vez más perdida. Me hacía pensar en una reina de las termitas, una masa babosa indefinible en la penumbra, alimentada por sus súbditos. Sólo que ella no tenía súbditos sino clientes, y vivía en una habitación del hotel del frente. Para terminar eyaculando en su boca necesitaría beber ácido sulfúrico. Frente a mí, recostado contra la columna, se hallaba Nicanor, el barman más hostil del mundo. Esa historia de sentarte y usar al barman de psicólogo aquí estaba fuera de la cuestión. Servía bien, hasta el borde del vaso, pero era lo más lejano del mundo a un pañuelo de lágrimas.
Ya casi no quedaban bares de verdad, como el Bar del Trece. Todo eran lounges o discotecas, lugares a los que podía entrar la gente con plata e instinto de conservación, dos cosas de las que claramente nosotros, los clientes del Trece, carecíamos. El mundo sería un sitio muy deprimente sin lugares como el Trece gracias a los cuales, por contraposición, la vida parece un lugar amable. El Trece tenía detalles que lo convertían en un lugar verdaderamente único. La música, por ejemplo: no tenía. La rockola se había dañado dos años atrás, y hasta ahí la música. Pero un bar sin música es algo casi mágico. El murmullo tropezado de las voces ebrias era como un mantra. Te sentías como un monje en el último claustro de este mundo. En el único lugar al que la sensatez se abstenía de venir a ofrecer sus productos.
Cuando la puerta se abría y alguien entraba, traía tras de sí una estela de ecos y aromas como un perro aferrado a su tobillo: era el mundo, recordándote que aún existía. Lo cual sólo te hacía beber más. El hombre que entró ese día no era un cliente usual del Trece. Parecía disfrazado, como un actor de una película mala. Odio cuando los actores en las películas malas llevan ropa nueva. El tipo entró, saludó, y se sentó en una de las mesas. Le hizo una seña a Nicanor.
“Se pide en la barra” dijo Nicanor agradablemente hostil, como siempre. “Aquí no hay meseras”
El hombre se puso de pie y se acercó a la barra.
“Dame un cóctel, un…”
“Aquí no hay cócteles” explicó Nicanor mirando hacia la puerta. “Tequila, ron, cerveza, o…”
“Alcohol industrial, insecticida, lavavajillas, bórax, gasolina, escopolamina” interrumpí. Al menos Maruja sonrió.
“Dame una cerveza entonces” dijo el hombre haciendo caso omiso a mi broma, y se dirigió con el vaso a una mesa.
“¿Y?” le pregunté a Maruja. “¿Cómo va el negocio?”
“¿Quieres decir mis piernas?” aclaró ella. “Abiertas como las bocas de los muertos”
“Qué imagen, mujer” dije sintiendo que la puerta se abría de nuevo a mi espalda. “Dios mío, debiste haber sido poetiza…”
Aún antes de oír las detonaciones, vi que en el pecho de Maruja florecían rosas agudas como el grito que soltó el marica a mi derecha. Me tiré al suelo, y comenzaron a llover astillas, trozos de vidrio y vainillas doradas vacías. Entonces vi los pies de los hombres, que se pararon ante la mesa bajo la cual yacía el tipo del cóctel.
“¿Le diste?” preguntó uno.
“Rocíalo otra vez por si acaso” dijo el otro.
Y el primero vació el proveedor en la espalda del tipo. Luego salieron caminando. Me paré lentamente y me quité la camisa y me revisé cuidadosamente: había oído decir eso de que los tiros no los siente quien los recibe. Y tampoco los oye. Me asomé sobre la barra, y vi a Nicanor con una mano apretada contra su propio cuello. Por entre sus dedos saltaba sangre al ritmo de cada latido. Maruja estaba muerta. El marica se miraba el estómago, donde tenía un agujero de bala. Los demás clientes yacían inmóviles en el suelo.
Salí caminando del bar, sin saber realmente hacia dónde iba. Luego de unas cuadras se me vino a la mente algo que me dijo un amigo que había nacido y vivido en Baltimore, Eli:
“Hay ciertas reglas. Si tú te metes en un problema con alguien en la calle, o si sabes que hay alguien tras de ti” explicaba Eli, “puedes esconderte en donde sea, pero no vas al bar donde están tus amigos, por más que necesites ayuda. Si quienes te buscan dan contigo, van a entrar al bar a vaciar proveedores, y van a matar a tu gente. ¿Entiendes? Si te haces un enemigo en la calle, te paras en el andén y recibes lo tuyo, o corres a tu casa, pero no vas al bar…”
Al pensar en las palabras de Eli sentí un odio desmedido hacia el hombre que había entrado al bar. Fue por eso que nunca lo habíamos visto, al hijo de perra. Porque para esconderse había elegido el Trece, donde sabía que no habría nadie a quien él conociera. No había ido a su bar, si es que tenía uno, ni a su casa, si es que tenía una.
Caminé unas cuantas cuadras, mezclándome con los peatones. No eran más de las tres de la tarde, aunque en el Trece fuese medianoche siempre. Y ese día más que nunca. Entonces me asaltó la idea de que los asesinos me hubiesen visto salir del bar, y temiesen que yo pudiera reconocerlos, aunque realmente yo no había visto más que los talones de sus zapatos súper lustrados. Imagínate un letrero de “Se Busca” con el dibujo de unos zapatos en lugar del retrato hablado de un rostro. Pensé en ir a la comisaría, o en pedir una ambulancia, pero me dije que allí no había nada que pudiese ser remendado. Estaba caminando hacia mi casa, y todo lo que deseaba era ver a mi mujer y a mi hija y olvidarme de lo sucedido. Pero pensé en lo que Eli había dicho, y temí terminar guiando a los matones hacia mi mujer y mi hija, así que cambié de dirección. Me paré en una esquina a pensar qué hacer, mirando los zapatos de todo aquel que se me acercaba. No tardé mucho en dejar de sentirme perseguido y comenzar a saberme acechado. Estuve seguro de que venían tras de mí, esperando el momento…
A quién odias. En quién, cuando contemplaste la posibilidad de suicidarte, pensaste y dijiste: “a este me lo llevo conmigo”. Esa era la pregunta. Caminé hacia la estación y tomé el tren. Me bajé en el Parque de los Robles, y caminé por los senderos hasta llegar a los complejos de edificios del costado occidental. Crucé la portería. Subí las escaleras hasta el piso catorce, caminé por el pasillo hasta la puerta que decía 1407, y timbré. Esperé unos buenos minutos. Finalmente, del otro lado de la puerta, él habló.
“¡¿Quién es?!”
“Yo” dije.
“¡Qué mierdas quiere!”
“Necesito hablar con ella, ¿está ahí?” pregunté.
“No…”
Perfecto.
“¿Puedo pasar al menos por un vaso de agua?”
“Haga lo que se le dé la gana, entre si quiere, pero no se le olvide irse” gruñó abriendo la puerta.
“Hola papá” dije sentándome en la sala a esperar a mis invitados. “Qué bueno verte”.
(Bogotá, Colombia, 1980). Viajero y poeta. Autor de los poemarios Inti Manic (Común Presencia Editores, 2004), Música Mecánica (Ex-Tinta, 2006) y Cicatriz Souvenir (Los Conjurados, 2009). Tiene inédita la novela biográfica Cenizas en América, producto de su viaje en motocicleta por todo el continente americano.