Tras las huellas de Pessoa


“El tedio es una dolencia”
Por Carlos Vásquez*
Cuando Pessoa dice de sí mismo que es él, está aludiendo a su alma desasosegada, desesperanzada, inquieta prácticamente hasta el absurdo, un alma que no se conforma, que está más allá del ser y del no ser, que no es ella sino su sombra, y que vaga por los muros, y que va flotando con las nubes, y va amarilleando el paisaje, y lo va analizando y desvaneciendo; un alma intranquila hasta la saciedad, insaciable en su intranquilidad: un alma. Un alma que no se refleja en nada, que no se reconoce en nada, que no puede quererse a sí misma, un alma transida, siempre en tránsito, desbordad, sin límites: un alma.
Pero al mismo tiempo un alma completamente lúcida en esa oscuridad, en ese desapego, en esa imposibilidad de ponerse límites, de recogerse en una palabra o en la gratitud del silencio; aún en esa condición de desarraigo tan pleno, esa alma no deja de inquirir, de preguntar, no se solaza nunca. El tedio no es un estado de satisfacción, ni siquiera es una inercia, es inquietud de no poder ser alguien, por no poder llegar a ser nadie, pero inquietud a fin de cuentas. Oscuridad que se agrega a la oscuridad, y de allí luz (en el sentido de una lucidez de la oscuridad misma), es una especie de sol negro que acompaña los estados espirituales de Fernando Pessoa, y que aquí adquiere el nombre de tedio. Podemos ir percibiendo en ese sentido por qué este tedio no se solaza ni se acomoda con el aburrimiento, ni con el malestar o el cansancio, ni con el sentimiento del vacío de todo, ni con la incertidumbre, aunque tenga de todo eso. El tedio no está por encima de lo anterior sino que está más allá, en ese más allá que las palabras no recogen; la palabra tedio es siempre provisional, es buena porque apunta a un estado huidizo. La indefinición del tedio no denuncia la impotencia de las palabras para decir las cosas, sino el hecho de que hay cosas que no se pueden decir, que no pertenecen al orden de lo que las palabras pueden decir, hay una cierta condescendencia del tedio con el lenguaje. Todos los estados raros, fluidos, caracterizados por la pasajeridad, son indulgentes con el lenguaje, no son un desafío para él, no son arrogantes en relación con los límites que él tiene; más bien se pegan a él, como se pegan las sombras a las paredes, solicitando la misericordia de las palabras para con las cosas que no se pueden decir. De hecho, el alma tediosa sabe que una de sus tablas de salvación es ésa: poderme decir algo, por qué amanecí hoy así si todo estaba predispuesto para que estuviera de otra manera: voy a mi trabajo, lo cumplo de una manera bien intencionada, tengo cosas importantes qué hacer, me esperan, y sin embargo estoy así, ¡misericordia, palabras, dadme un poco de esa gota de luz en esta alma sedienta! ¿Por qué estoy así, triste, aburrido, cansado, con este malestar tan indefinible y, al mismo tiempo, potente, capaz de hacer cosas, de hecho las sigo haciendo y sin embargo el alma rumia su tedio? Y suena en el fondo de mí esa cadena, y se arrastra en el fondo de mí ese ripio, y el alma intenta sobrevivirme. Me miro y no veo sino vacío, y detrás del vacío más vacío, y me enojo, y reacciono y protesto, y pido a alguien que me saque de aquí; pero al mismo tiempo hay esa vocación –especie de maldición o bendición– que me dice que persevere, que siga ahí, que eso no tiene sentido ni lleva a ninguna parte, pero que estoy tocando el corazón de algo, que palpita en todas partes, y que sólo me habla a mí. El estado tedioso es un estado de límite en el sentido en que me vuelvo completamente poroso para que el mundo exterior entre en mí, como entran las nubes y viajan por el cielo, y mi cabeza es ese cielo con nubes, entran y salen del mundo exterior, y llueve en mi corazón, y silba el viento en mi alma, y soy un terreno vacío, infértil, pero vivo. 
El tedio no se parece a la inercia, o al abandono de los muertos; el tedio palpita, respira, palpa, quiere ser tocado, sueña, vigila despierto, noche, noche, y más noche, cayendo en la oscuridad; entre tanto esta medianía de la luz de todos los días, la conversación entre las personas, los trabajos, los esfuerzos, la calma, el reposo, los afectos, la fraternidad, la malquerencia, entre tanto todo, y el alma sumida ahí.
Fernando Pessoa dice que el tedio es una dolencia, y que es un estado de excepción, pero no creo que con eso está diciendo que es un estado para privilegiados, o para originales, o para determinados seres, sino que el tedio está aconteciendo en todos nosotros, en cada uno de nosotros en distintos grados. Es ese estado en el que uno no está tanto del ser como del no ser, es un estado de fisura: gotea en nosotros el misterio cuando estamos tediosos. Y ese goteo dice la verdad de lo no verdadero, y nos eleva –es lo que mencioné hace un momento y quiero ratificar– a una condición que está más allá del ser o del no ser. A esa condición allende a lo ontológico es a la que denomina Fernando Pessoa el misterio, o el enigma, o lo desconocido, o lo imponderable, aquello que no se puede definir y que es lo que realmente importa. El tedio es uno de esos estados –quizás no el único– en que uno se mira cara a cara con lo que no tiene nombre.

*Poeta y ensayista colombiano