El siguiente relato fue tomado de El sueño de Alicia, publicado recientemente por la editorial Los Conjurados, de Común Presencia Editores.
Las horas
Por Alejandro Ovalles Bonilla*
Como todos los jueves en la noche, Hans llegó a la casa de don Franco, el organista, preguntando la hora.
—Las ocho en punto —contestó, también como siempre, el anciano.
—No —dijo con una sonrisa cómplice la longeva hermana del viejo, quien viendo la hora en uno de los relojes que había sobre el escritorio, corrigió: son las ocho de la noche con un minuto y once segundos.
Siempre que Hans llegaba, y después del saludo ritual, se iniciaban de inmediato las clases de solfeo, pero esta vez él no levantó el protector del órgano ni abrió los libros de partituras, sino que se puso detrás del escritorio que estaba frente al órgano. Allí, otro anciano, también hermano de don Franco, escribía en una máquina tan vieja como él.
Los dos músicos —Hans y don Franco— habían hablado alguna vez de Ángelo, así se llamaba el hermano del organista. Don Franco le contó esa vez que su hermano había sido muy enfermizo cuando niño, y que desde cumplidos los siete años sólo había seguido creciendo en apariencia, pues su memoria se quedó anclada desde entonces en los años dulces y brevísimos de la infancia. Pero en clases anteriores Hans nunca observó nada extraño en la conducta de Ángelo, quien siempre se limitaba a andar descalzo por entre las habitaciones y a escuchar las ejecuciones de sonatas, que eran las únicas que soportaba.
Con el consentimiento de Ángelo, Hans tomó una de las páginas ya escritas. Tenía por encabezado: Apuntes para una Teoría de la temporalidad universal y el carácter inexorable de sus designios. Leyó algunas líneas y se detuvo. El título le pareció sugerente y hasta cierto punto sensato, a pesar del contraste entre el rigor científico y el aire poético de la frase, y se preguntó cómo una persona como él, un niño de siete años que no había sentido la tiranía de ochenta años de vida, podía pensar siquiera en el tiempo, y más aún en el carácter inexorable de sus designios. Lejos de considerarlo un retrasado mental, Hans lo consideró un abuelo con un juicio indefectible.
Cuando se sentó en la butaquita frente al órgano, mientras abría los libros y levantaba el protector, temiendo ser escuchado por Ángelo, Hans hizo a don Franco un gesto de interrogación arqueando las cejas y moviendo las manos. El maestro le contestó en voz baja:
—Lleva tres días comprando relojes y calibrándolos todos con su llamada hora universal. Son más los relojes que ha dañado que los que ha logrado calibrar porque los mueve tanto que la máquina termina descomponiéndose. Si te fijas en los relojes de las paredes y los que hay sobre la mesa sabrás lo que te digo. Sale a la calle por horas y regresa con unos papeles llenos de números en los que anota a cuántas personas y en cuánto tiempo logró convencerlas de que le permitieran ajustar sus relojes con la hora universal. Además, dice que cuando logre graduar ciento cuarenta y cuatro mil relojes habrá dado el primer paso que lo llevará a comprobar varias de las hipótesis centrales de su teoría. Parece que el retraso, y no precisamente el de las horas, se le está convirtiendo en locura.
—Interesante pasatiempo —apuntó el joven con aire distraído.
Empezaron las lecciones de lectura, y mientras leía las páginas llenas de barras, fusas, redondas y andantes, el muchacho observaba de cuando en cuando la vehemencia con que el viejo infante se entregaba a su tarea. Dieron las nueve. Entonces se escucharon los campanazos de los cuatro relojes de pared al unísono. Ángelo se levantó, revisó cada reloj sobre el escritorio y cada reloj en las paredes. Al cabo de unos minutos retomó la escritura de su teoría, satisfecho de que sólo uno se había atrasado algunos segundos. A esa hora también Hans y don Franco dejaban las clases de lectura y solfeo por las de ejecución, así que al rato ya el retrasado escuchaba con esmero, sin que nada ni nadie lo sacara de su ensimismamiento, pues esa noche había sonatas alemanas de turno.
Las diez, otra vez el estrépito de los relojes. Terminaron las clases. Hans se levantó, revisó por Ángelo los relojes y le dijo que todos andaban al compás, que estuviera tranquilo. Cubrió el órgano y organizó los libros. Antes de salir, sin que los tres viejos lo notaran, ajustó también su reloj —tenía cuatro segundos de retraso— y se despidió de los ancianos.
Ya en la calle no podía evitar sentir una benévola compasión por aquel anciano, y no pudo escapar a la curiosidad de ver la hora en los relojes tras las vitrinas de las tiendas, ni tratar de ver la hora también en los relojes de los escasos transeúntes. Siguió caminando, y muy avanzado en su camino se encontró con una amiga de siempre. Le preguntó la hora y la retuvo hasta que puso su reloj a andar exacto con el de él. A las once llegó a su casa en el Barrio Gótico. Pocos segundos después de haber entrado escuchó el primer campanazo de las once en la catedral. Comparó las horas y sonrió, el reloj de la torre había sonado veinte segundos después de la hora universal. Se sentía inquieto, y sin pensarlo mucho se fue a dormir. Tuvo un sueño apacible. En la mañana lo despertó la voz de su padre que le decía:
—Hans, levántate, faltan cinco para las seis y el Padre Joseph te espera para la misa.
—No señor —dijo Hans viendo como pudo la hora en su reloj—, faltan cinco minutos y dieciséis segundos —dio media vuelta sobre la cama, se arropó bien y, encogiéndose, siguió soñando con sus propios Apuntes para una Teoría de la temporalidad universal y el carácter inexorable de sus designios.
*San José del Guaviare, Colombia, en 1980. Licenciado en Letras Modernas de la Universidad Tecnológica de Santiago (República Dominicana) y Magíster en Literatura Hispanoamericana del Instituto Caro y Cuervo (Bogotá). Es autor de los libros Abrapalabra (Educar, 2010) e Innovación lectora (Pearson, 2011). Actualmente es profesor de la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana, y ha sido profesor de la Universidad EAN, de la Universidad de la Salle y de la Fundación Universitaria Monserrate, entre otras instituciones educativas. Varios de los cuentos que componen este volumen han sido premiados en concursos nacionales e internacionales de literatura; también publicados en diversas revistas culturales y antologías.