Por Pedro Baquero M.*
A Jean Francois Vincent, in Memoriam
A veces, cuando me asalta la duda, se me ocurre que en realidad era un mago; pero de inmediato rechazo la idea, tal vez porque siempre asocié al mago con el prestidigitador, capaz de provocarle un parto de conejos infalibles a su sombrero de copa o remendar, sin huella, un pliego del periódico de ayer, previamente rasgado en veinte partes, y como él nunca hizo nada semejante, me apoyo en la ciencia-ficción y arguyo que se trataba de un náufrago del tiempo, a quien le fue dado, por alguna extraña circunstancia que alteró sus dimensiones de tiempo y espacio (y que ahora altera las mías), visitar todos los siglos y todos los rincones del planeta, desde las regiones etéreas de los rakshasas hasta la sordidez sin tregua de los ghettos. Sólo que no consigo conciliar su apariencia física con el engendro de mi imaginación. Entonces, opto por explicármelo desde el hipnotismo, la metempsicosis, la brujería y las lujurias de la física teórica para aficionados, con lo cual consigo hundirme en un formidable pantano de indecisiones y la única conclusión que logro sacar a flote es la de asumir, sin escrúpulos racionales, que el hombre tenía la facultad de desplazarse por el tiempo, y no sé si ubicarlo más cerca del infierno de Dante o de los agujeros negros de Asimov. Puedo jurar que muchas veces lo acompañé en sus viajes, aunque apenas ahora descubro su secreto.
Nuestro primer encuentro fue contundente. Sin previo aviso me puso al mando de un bajel protohistórico en el que unos melenudos hediondos a sangre y salitre, con los brazos arqueados como bielas, hundían al unísono sus largos remos en las aguas de un mar anónimo, infestado de monstruos y sirenas libidinosas, mientras el viejo Demódoco, al pie del mástil, cantaba mis glorias, acompañándose de la forminga. Hablaba de mis guerras imposibles contra los dioses y contra mis nostalgias, y de un naufragio interminable que pronto me abatiría sin remedio. Por fortuna el aedo interrumpió su canto y juntos, el viajero y yo, pudimos regresar (quien sabe por cuál oscuro agujero del tiempo). Creí que había soñado; pero descubrí en sus manos la forminga y en las mías, un manto de lino pretérito y un casco de guerra. Me dijo, sin ninguna compasión, que ese era el instrumento del viejo Demódoco, y que el casco y la túnica eran evidencias absolutas de la civilización Minoica. Un recuerdo de mi viaje por Eolia. “Son un regalo para un aprendiz de mago”, añadió indiferente y me introdujo, para siempre, en sus laberintos que a otros les parecen estados intermedios entre la locura, la magia y el sueño.
Aprendí a seguir sus huellas por entre los intersticios del tiempo y creí descubrir el secreto de su poder en la hermosa decisión de sus palabras; pero la fascinación nunca me permitió explicaciones. Simplemente me limité a viajar, a viajar sobre los rescoldos del tiempo y del espacio, en una especie de ensoñación compulsiva sin solución de regreso.
Un día el hombre emprendió un viaje absurdo a través de un túnel equivocado, al que ahora me está vedado entrar; pero me heredó su secreto: esta infinita multitud de urnas del tiempo por medio de las cuales sigo sus huellas y continúo coleccionando pruebas inobjetables de mis viajes, para que nadie se atreva a dudar de mis afirmaciones. Aquí tengo la flecha con la que el traidor Hagen mató a Sigfrido, un rizo de oro de Iseo, el yelmo de Mambrino, el hacha de Raskolnikov, (por supuesto que aún guardo la forminga, el manto y el casco de guerra); también la Piel de Zapa y el manto en el que una aristócrata, que nunca supo de amor, envolvió la cabeza heroica de Julián Sorel; guardo, además, las trenzas de María, quien se dejó morir sólo para enseñarnos la imposibilidad de los amores vitalicios; las flautas de Yuruparí y estos testimonios de los aquelarres libertarios en los pantanos de Getsamaní en Cartagena de Indias. Son tantas pruebas que no terminaría de enumerarlas nunca, sobre todo ahora que estoy tan ocupado releyendo unos viejos pergaminos que me heredó el gitano Melquiades, a quien suelo visitar con mucha frecuencia porque tiene el poder de ayudarme a sobrellevar la soledad que me imponen mis viajes. Una soledad que, con el olvido y la risa, también heredé del viajero a quien, cuando me asalta la duda, trato de comprender pero que, por falta de una explicación más precisa sobre sus extraños poderes, siempre concluyo que se trata de mi maestro de literatura.
*Pedro Baquero Màsmela nació en Neiva, (Huila) en 1961. Licenciado en Español y literatura de la Universidad Incca de Colombia y Magister en Docencia Universitaria de la Universidad de La Salle. Se desempeña como profesor universitario en las áreas de pedagogía y didáctica de la literatura. En 1989 publicó los relatos fábulas y verdades de un garrafal olvido” en los que recrea el trasfondo social de la avalancha del Volcán Nevado del Ruiz. Su libro de cuentos infantiles “El rey de la Salsa” alcanza ya la séptima edición en la Cooperativa Editorial Magisterio. Es autor de ensayos sobre enseñanza de la literatura, docencia universitaria e investigación educativa. En la actualidad prepara el libro de cuentos “Fabulas perversas”.