La ciudad del poeta: en París

Por Carlos Fajardo Fajardo*

Para Nubia

Todos los enamorados
creen estar en nuestra casa
Paul Eluard

En la librería Shakespeare and Company, Paul Eluard ojea sus libros publicados en las dos primeras décadas del siglo XX. Ha observado ya El deber y la Inquietud, de 1917, escrito en el frente de batalla en plena contienda de la Primera Guerra Mundial. Su rostro adquiere un aire de nostalgia cuando toma Capital del Dolor, cuyos poemas de 1926 lo devuelven al duro y tierno amor de Helena Dmitrievna Diakonava, Gala.
He entrado cauteloso a la librería en tanto supe que aquí se encontraba el poeta. En los años veinte la antigua Shakespeare and Company, situada en la Calle Odeón y regentada por Sylvia Beach, fue el punto de encuentro de T.S. Eliot, Ezra Pound, Scoth y Zelda Fitzgerald, Gertrude Stein, Ernest Hemingway, James Joyce, toda una Generación Perdida en medio de una Europa bulliciosa y sangrienta. Hoy Eluard, como algo bien extraño, ha visitado este lugar, ahora ubicado cerca de Notre Dame, con el número 37, en la Calle Bûcherie. De un momento a otro recuerdo algunos versos del libro que el poeta tiene entre sus manos:

Ella está de pie sobre mis párpados/ con sus cabellos en los míos/tiene la forma de mis manos/ tiene el color en mis ojos/se ha sumergido en mi sombra/ como una piedra en el cielo…

Capital del dolor, bello título para una época cruel y bárbara. Lo escribió entre 1926 y 1929. En ese poemario compartió su dolor con todos, hizo común el sufrimiento de su tiempo con una poesía edificada a través de actos amorosos. Y aquí está absorto, tal vez recordando, al leer ese libro esencial para los surrealistas,  días de terribles combates y de exquisitas audacias.
Al verme levanta sus ojos. Atontado lo miro como si fuera un relámpago, un estallido de luz. El poeta desde su asombro sonríe. Posa su mano sobre mi hombro. Abre de nuevo el libro. “Es Capital del dolor” dice. “Lo escribí en plenitud surreal cuando vivía con Gala. Sus dolorosos e imaginativos versos reflejan la búsqueda poética de un nuevo lenguaje, atravesado por la desesperación de mi siglo. Fue toda una revelación como debe ser la poesía. Son poemas entre el placer y el displacer, un encuentro del amor con el arte y la plenitud de una imaginación libertaria. Gustó mucho entre mi tropa de amigos poetas y pintores. Sólo escuche:

Los animales que bajan de los arrabales en llamas, /Los pájaros que sacuden sus plumas asesinas, /Los terribles cielos amarillos, las nubes desnudas/ han festejado siempre esta estatua.// Ella es bella/ estatua viva del amor/ Oh nieve pálida de mediodía, sol en todos los vientres/ Oh llamas del sueño en la cara del ángel/ y en todas las noches y en todas las caras…

“Habíamos fundado ya el surrealismo y teníamos las ganas de bebernos y estremecer el mundo. Todos esos compañeros de ruta: Breton, Louis Aragon, Soupault, Péret, Picasso. Max Ernst, Joan Miró, Chagall…embriagados de poesía hicieron parte de mi existencia. Deseábamos no sólo transformar la realidad, como exigía el viejo Marx, sino cambiar la vida, como promulgó Rimbaud, el poeta prodigio.
Pero mire, aquí hay otro de mis libros. Es El amor y la poesía. Lo publiqué en el 29 y se lo dediqué a Gala. Tanta pasión, tanto deseo hacia aquella rusa de la cual salí enamorado del sanatorio para tuberculosos en las montañas de Suiza donde me internaron en 1911. Durante 18 meses nos descubrimos el uno para el otro. Gracias a largas conversaciones y lecturas intensas, nuestros espíritus comunes se fueron edificando, tanto que decidimos casarnos en 1916. En el año 29 publiqué este libro lleno de erotismo y de metafísica sensorial. En él escribí:

Te lo he dicho para las nubes/ te lo he dicho para el árbol del mar/ para cada ola para los pájaros entre hojas/ para los guijarros del ruido/ para las manos familiares/ para la mirada que se hace rostro o paisaje/ y a quien el sueño devuelve el cielo de su color/Para la noche entera bebida/ Para la ventana abierta para una frente descubierta/ Te lo he dicho para tus pensamientos para tus palabras/Toda caricia toda confianza se sobreviven.

Después vino la ausencia, la presencia del teatral Salvador Dalí, la despedida de Gala, el efusivo rapto de mi clamoroso amor, la soledad. Me abandonó en 1930, dejando una estela de dolor y de fracaso. Traté de disipar la rabia, la frustrada presencia del cuerpo deseado. Huí de París. Trabajé varios meses en un barco pesquero por los Mares del Sur. Durante un tiempo me convertí en pescador, en hombre de acción y navegante. Traté de olvidarme de la poesía y de mí. Bretón con su tropa surrealista me rescataron del naufragio. Al retornar a París, una muchacha de hermoso rostro y alta en su desnudez, acompañó mis largas noches blancas. Su nombre era María Benz. La llamé Nusch, “la perfecta”. Nos casamos en el 34. Ella, la bella, deseada y amada por todos, modelo de Picasso y de Man Ray, cuerpo fugaz y permanente. Tal es el tema de este otro libro: Duro deseo de durar, publicado en el 46. Le leeré un poema:

Para empezar citaré los elementos/ tu voz tus ojos tus manos tus labios//Estoy sobre la tierra ¿estaría si tu no estuvieras en ella?// En este aire que hace frente al mar dulce// En este aire que el amor alumbró en nuestros ojos// Este aire dichoso y desdichado/ Donde yo he penetrado/ Por virtud de tus manos/ Por gracia de tus labios// Este primer estado humano/ Como pradera naciente// Nuestros silencios y palabras / La luz que se va/ La luz que regresa/ El alba y la noche nos hacen reír.

“Hasta cuando dormíamos cada uno continuaba velando sobre el otro, y ese amor, más pesado que el fruto maduro de un lago, sin reír, sin llorar desde siempre, duraba días tras día y noche tras nosotros. El centro del mundo estaba en todas partes y en nuestra casa. Entre los dos éramos la primera nube, la frescura futura que se abría sobre los ojos nuevos, sobre todos los rostros. El 24 de noviembre de 1946 le susurré:

Estoy delante de este paisaje femenino/ Como un niño frente al fuego/ Sonriendo vagamente los ojos en lágrimas/ Frente a este paisaje que mueve todo en mí/ Que empaña los espejos que aclara los espejos/ Con dos cuerpos desnudos opuestas estaciones// Delante del fuego el primer fuego/ Buena razón central/ Estrella edificada/ Y sobre la tierra y bajo el cielo fuera de mi corazón y en él/ Segundo brote primera hoja verde/ Que el mar cubre con sus alas/ Y al fin la luz que surge de nosotros// Estoy delante de este paisaje femenino/ Como una rama en el fuego.

“Pero de repente la vi en el abismo, hablé desde el abismo, se hizo trizas el universo. Su muerte desató nuestro amoroso nudo mortal con gesto terrible. Bajo el dolor, escribí su ausencia, la horrorosa noche que me invadió:

Veintiocho de noviembre de mil novecientos cuarenta y seis/ No envejeceremos juntos/ este es el día/ Para colmo: el tiempo desborda/ Mi tan ligero amor pesa como un suplicio.

“Muerta, viva, resucitada en mis versos, Nusch vivió siempre para mí como un poema permanente. Fue el símbolo del amor en plenitud. En 1947 di a la imprenta el libro El tiempo desborda, el cual publiqué con el seudónimo Didier DesRoches. Era tanto el dolor contenido en ese libro que dejé  mi nombre en secreto. Aquí está. Permítame, lo abriré al azar”.

Entonces desde el fondo de su abismo, siendo abismo, desde su noche y las sombras, lo escucho:

Viva y muerta separada/ Tropecé sobre una tumba sobre un cuerpo/ Que levanta apenas la tierra/Sobre un cuerpo del que yo estaba hecho/Sobre la boca que me hablaba/ Y sobre los ojos corruptos de todas las virtudes/ Mis manos mis pies eran los suyos/He tropezado sobre su alegría sobre su bondad/ que ahora tienen el rigor de su esqueleto/Mi amor es cada vez más concreto  está bajo tierra/y no en otra parte imagino su olor/ Mi amor mi pequeño mi corona de olores/ Nada tenías que ver con la muerte/Tu cabeza no había conocido la noche del tiempo/Escucha mi efímera aquí estoy te acompaño/Mi poema te hubiera distraído esta noche/ Oh mi amor para siempre sufro de tu silencio.

“Tanta desesperación, tanta soledad, tanto silencio y lejanía. Fue el dolor total, vacío de vacíos. Afortunadamente mi amigo Pablo Neruda me convenció que lo acompañara a México. Hasta allí viajé solo, con mi muda viudez”.

De inmediato busco entre los estantes de escritores latinoamericanos Confieso que he vivido. Al encontrarlo leo al poeta estas líneas de Neruda:

Por primera vez, en México, a donde viajamos juntos, lo vi al borde de un oscuro abismo, él que siempre dejó un sitio reposado a la tristeza, un sitio tan asiduo como a la sabiduría. Estaba agobiado (…) Paul Eluard se sintió solitario, oscuramente solitario, con el desamparo del explorador ciego. No conocía a nadie, no se le abrían las puertas. La viudez se le vino encima;  se sentía allí solo y sin amor. Me decía: ‘necesitamos ver la vida en compañía, participar en todos los fragmentos de la vida. Es irreal, es criminal mi soledad’.  Llamé a mis amigos y lo obligamos a salir. A regañadientes lo llevaron a recorrer los caminos de México y en uno de esos recodos se encontró con el amor, con su último amor: Dominique.

“Qué tan justas palabras las del poeta austral”, dice. “Dominique fue mi primavera después de los desastres, la mano que me animó en los caminos. Sabe, en 1951 publiqué El Fénix, dedicado a ella. El amor renació de mis terribles fuegos. Allí, si recuerdo bien, a Dominique le escribí:

Te quiero por todas las mujeres que no conocí/ Te quiero por todos los tiempos que no viví/ Por el olor de alta mar/ Por el olor del pan caliente/ Por la nieve hecha agua para la primera flor/ Por el animal puro que no le teme al hombre/ Te quiero por querer/ Te quiero por todas las mujeres que no quiero…

“No puedo negarlo, Dominique me devolvió la serenidad en medio de las ruinas. Pero en mí continuaba el desasosiego, la permanente lucha no sólo contra los fantasmas del amor, sino contra el fascismo y los capitales monetarios del imperio. Mi lucha revolucionaria también fortaleció mi existir. En varias ocasiones lo dije: No hay revolución total, no hay más que Revolución permanente, vida verdadera como el amor, resplandeciente a cada instante. No hay orden revolucionario, no hay más que desorden y locura. La guerra de la libertad debe llevarse con cólera. En el torrente del tiempo, el don del poeta consiste en arrancar a la muerte jirones de imágenes de una belleza dramática. Todas las torres de marfil serán demolidas, todas las palabras serán sagradas y, habiendo por fin trocado la realidad, el hombre no tendrá más que cerrar los ojos para que se abran las puertas de lo Maravilloso”

De un momento a otro le ha cambiado el semblante, se le ha entristecido el rostro.

“Me casé con Dominique en 1950. Dos años de plenitud, de intranquila alegría, pues fallecí el 18 de noviembre del 52 debido a una angina de pecho junto a un paro del miocardio. Tenía 56 años”.

Sabe poeta, le digo, Neruda escribió sobre usted esta sentida y bella semblanza en sus memorias:

Fue mi amigo de cada día y pierdo su ternura que era parte de mi pan. Nadie podrá darme ya lo que él se lleva porque su fraternidad activa era uno de los preciados lujos de mi vida. Torre de Francia, hermano! Me inclino sobre tus ojos cerrados que continuarán dándome la luz y la grandeza, la simplicidad y la rectitud, la bondad y la sencillez que implantaste sobre la tierra”.

En Brasil también Vinicius de Moraes se lamentó por su partida en esta hermosa crónica: “Locura pensar que has muerto. Sobre cada rostro vivo, sobre cada cosa viva, sobre el corazón de la vida, escribo tu nombre. Escribo tu nombre en los peldaños de la muerte, lo grabo a fuego sobre los senos de la aurora, lo pinto con luz sobre todo lo que es triste, oscuro y trágico. Tú elegiste. Tú fuiste claro, ardiente, digno. Delicado hasta los huesos de ti mismo-ésos que quedarán en tu bella figura de hombre-, enfrentaste la brutalidad de los verdugos. Hoy digo tu nombre y lo digo sintiéndome mejor por haber participado de tu tiempo humano. También tu nombre es Libertad, Paul Eluard”.

“Sí, Vinicius, el rebelde vital, el bonachón, el puro canto, el poema total”.

Poeta Eluard, le confieso que gracias a sus poemas de amor pude seducir a una muchacha, verla anudarse entre mis brazos. Ella surgía de los elementos y también de las diferencias. Ella provenía de la oscuridad total, y cuando leía sus poemas se iluminaban sus ojos como un porvenir. Igual a las que usted amó, ella era también la poseedora del duro deseo de durar y, sin condiciones, me pedía sólo que su poesía jamás se diluyera entre los dedos que aprietan la daga de los días. Ahora sé y lo susurró: el tiempo desborda, poeta. En todas las mujeres que conozco y no conozco, en toda nueva sensación de huida y declive está su astro que se fuga permaneciendo.

Y allí mismo, casi implorando, me dice: “Basta. Dejemos las nostalgias, salgamos a pasear la nueva París de principios de este siglo XXI, tan bulliciosa, llena de espanto, con sus ademanes turísticos y baratijas de moda, pero bella todavía a pesar de los tontos aullidos. Sintámosla en su plenitud poética, lo cual la hace eterna, siempre perdurable”.

Entonces, bajo las nubes de la primavera raquítica de este París, mientras las palomas destrozan la tranquila frialdad de los albergues, tomamos por la Rue Saint-Jacques hacia el Boulevard Saint-Michael, para después devolvernos hacia el Boulevard Saint-Germain entre voces salidas de alguna Babel. Sentimos los muertos antiguos en barrios antiguos, imperio y podredumbre. Escuchamos cantos en bares, la pasión de algún enamorado. Una chica camina lejana hacia el Sena con una boina llena de color. Grave es su silencio en este crepúsculo. Hambrienta de vida, sigue su curso. Da ligeros pasos sobre el gélido esplendor.
¿Alguno en esta ciudad nos quitará la poesía, esa provincia de sequía y de agua?

*Poeta, ensayista y catedrático colombiano