La lechuza dijo el Réquiem


Primer cuento de Roberto Burgos Cantor
Roberto Eliécer Burgos Cantor nació en 1948 en Cartagena de Indias. Ha publicado cuatro libros de cuentos: Lo amador (1980), De gozos y desvelos (1987), Quiero es cantar (2000), Una siempre es la misma (2009). Cinco novelas: El patio de los vientos perdidos (1984), El vuelo de la paloma (1992), Pavana del ángel (1995), La ceiba de la memoria (2007) y Ese silencio (2010). Un testimonio de época: Señas particulares (2001).
Siguiendo con nuestra labor de rescate de textos iniciáticos publicados por reconocidos autores colombianos, a continuación el cuento publicado por Burgos Cantor en 1965, en el cual se vislumbraba ya su indomable talento y su manifiesta pasión literaria.

Ancas sudorosas. Polvo y sangre en los ijares. La muerte terciada so­bre el hombro. Nalgas mojadas. Piernas cortas. Sobre el galápago Pacho Torre recorriendo cuerpos y caminos. Desde los primeros ranchos de la población presienten su llegada. Pacho Torre Jefe de la Tropa salía con la luna y volvía con ella. Luna llena, menguante, cualquiera lo veía tro­tar sobre la trocha seca y cuarteada.
Desde hacía un mes tenía la tropa acantonada en el pueblo y... allí se quedaría. Era su venganza contra el pueblo. Contra los campesinos que le habían disparado en la vereda. Aún tenía bajo su pellejo algunos balines de plomo, recuerdo de la última asechanza. Se necesitaba más que eso para tumbar a Pacho Torre y ahora llegaba. Como había llega­do muchas veces, la mirada fija en la cantina "El Pavita", brincando al compás de la bestia, con muchos odios que le vieron pasar tras un resquicio.
El Tuerto Pedroza entró corriendo a la cantina y susurró, "por ahí viene Pacho Torre". Todos miraban al Tuerto. Pidió un trago y siguió: "Esta mañana llegó con cuatro soldados al rancho del compadre Manuel, cuando él estaba en la roza y le tumbaron la vaca pintada; entre los cua­tro la agarraron por las patas y Torre con la bayoneta le abrió el vientre, la vaca dio un mugido terrible y saltó el ternero que estaba a punto de parir". Los cascos sonaron en la puerta de la cantina. El resoplido de un caballo al botar la espuma del freno rompió los murmullos de los cam­pesinos. Todos miraron a la puerta. "Cabezas bajas y culos apretados." Comentó el cantinero.
Primero fue una bota grande hasta la rodilla. Otra que le seguía. Fajas llenas de balas cruzándole la cintura y el pecho. El cañón de un rifle balanceándose. Negras cachas de revólveres salientes de entre las cintu­ras. El rostro oscurecido por la sombra del ala del sombrero. Con gran­des pasos se dirigió a una mesa del centro. Antes de que pidiera, el can­tinero le puso una botella de aguardiente y una copa. Una lechuza silbó sobre el techo de zinc. El líquido de la botella comenzó a bajar, los cam­pesinos se miraban. Nadie habló. Ninguno intentó salir. El silencio era forzado, denso y pegajoso. El cantinero no se cansaba de pasar un trapo sucio por la mesa. La lechuza volvió a silbar sobre el zinc. El Tuerto sin­tió un ardor en los riñones.
En la puerta se enmarcó la figura de Crisanto Puerta; los que le vie­ron bajaron los ojos. Con paso resuelto se dirigió a la barra. Susurró al­go al cantinero, éste volvió con un paquete de tabaco. Cuando sus abar­cas giraron y se disponía a volver, Pacho Torre le ofrecía una copa, mientras la mostraba en alto le decía: "Compadre, brindemos por la vaca".
Crisanto Puerta, mirándole extrañado, preguntó: "¿Cuál vaca?". "Mi primer paciente, soy cirujano, le apliqué cesárea sin anestesia". Los campesinos se revolvieron inquietos en sus taburetes. Alguien susu­rró "malparío".
Pacho Torre seguía con la copa en alto.
Mientras cambiaba de mano el paquete de tabaco, Crisanto seco y se­rio contestó: "No tomo... y por vacas operadas, menos." Pacho Torre se quedó con la copa en alto. Una sonrisa mordaz desfiguró su rostro, oculto por la sombra del ala del sombrero. Desde que había expresado a su padre las ganas de medirle con la rufa su carnuda espalda, nadie lo había contrariado. Entonces se paró Pacho Torre, la muerte en una mano, la copa en la otra. Sus piernas cortas sobre el suelo: "Se la toma, o... se la echo en la cara."
Crisanto Puerta no movió un músculo, solo dijo: "Me la echa y es la última copa que coge en su vida."
"¿Por qué? Preguntó desafiante Pacho Torre. "Lo mato."
Los campesinos no se atrevían a respirar. Con los codos sobre la mesa, los ojos puestos en los dos hombres: Pacho Torre dejó la copa sobre la mesa y gritó: "Ármese, lo espero afuera, el primero que se vea se jode." Crisanto Puerta salió. Los nervios de los campesinos se relajaron. Al­guien dijo: "¡Qué vaina!"
Al llegar Crisanto a su casa corrió al baúl y de la ropa sacó un cartucho doble cero para cazar tigres. Lo metió en su vieja escopeta y la armó. Ya en la puerta dio los tabacos a su hijo mientras le decía: "Guárdalos, de pronto te sirven a ti."
"Llévame papá."
"No puedo, es peligroso." "¿Vas a cazar tigres...?"
"Algo peor" y enmudeció. Así lo vio su hijo, paso firme. Sobre la ancha espalda la vieja escopeta y... la noche que caía sobre las cosas.
La lechuza silbó sobre el zinc y el Tuerto se escurrió por la puerta de atrás.
Pacho Torre se tomó el último trago y salió... a la noche. Crisanto Puerta caminaba presuroso. Pacho Torre sintió las nalgas mojadas.
Dos hombres. La noche. Dos muertos. Y una lechuza que silbaba en el zinc. Cuando Pacho Torre lo vio, gritó: "Hijo de perra! ¡brinda plomo ahora!" Y disparó.
Crisanto Puerta sintió la muerte y la noche encima. Cayó contra una cerca de alambre de púas. Apuntó y tiró...
Algunas ventanas se abrieron. Uno en la cerca y el otro en el polvo. Pacho Torre con la cara destrozada, oculta por el ala del sombrero. Por sus ojos abiertos, confundidos con la muerte y la noche, pasaron: ancas sudorosas, crines al viento, polvo y sangre en los ijares... Un suspiro en la cantina. Y... Allí quedaron noche, muerte y una lechuza que silbaba por última vez sobre el techo de zinc.