Por Carlos Fajardo Fajardo
La siguiente crónica hace parte del libro La ciudad del poeta
La siguiente crónica hace parte del libro La ciudad del poeta
Para Luis Bravo, en su ciudad austral.
Montevideo antiguo, lleno de brisa y de milagro; Montevideo de río y de nostalgia; Montevideo con plazas de un pasado soberano. Allí aprendí a ver la inmensidad del agua, la clara luna bajo los ardores de la Ciudad Vieja, y la brisa de un río de plata que me trajo el recuerdo del Conde de Lautréamont.
De repente, en una esquina de la Peatonal Sarandí me topé con su imagen. Llevaba un gabán raído. Con sus negros cabellos, tal como aparece en una dudosa foto, estaba absorto, silencioso, triste de sí, igual como lo estuvo en los liceos de París cuando añoraba ésta lejana ciudad de ultramar con su luminoso estuario.
El poeta vio con asombrados ojos mi perpetuo delirio. Frente a su derruida morada, antaño pasión para su voz, efervescencia de vida para su tormentosa infancia, le conté que venía de un país del trópico cuyo nombre resume el origen de todo este continente. Caminamos hasta la Plaza de la Constitución. En una de sus bancas relató su historia: “Fui, soy el montevideano. Así me bauticé en mis venenosos Cantos. Isidoro me llamo aunque Isidore me nombran en la tierra donde reposan mis huesos. Ducasse para grandeza de unos y desesperación de otros. Nací en esta ciudad un sábado 4 de Abril a las 9 de la mañana. En ella respiré su arduo aire, me contagié de su río-mar, escuché el sonido de sus extraños pájaros. Apenas recuerdo el año de mi nacimiento. Tal vez fue en el 46 del siglo cruel. Soy Isidoro/Isidore. Mis brazos y corazón anclan sus amores en dos orillas. No sé en realidad quién soy. Nacido malvado en medio de una ciudad sitiada por el ejército del tirano argentino Rosas, vi los cadáveres putrefactos, la peste arrastrando su pus por las calles; vi una nueva Troya devorada en su corazón de agua. Sobre estos miedos pasó mi infancia, llena no de amor sino de escombros. Yo plasmé esos terrores, escribí los gritos y su crueldad. Dije: ‘las victorias no se consignan solas. Es preciso derramar sangre, mucha sangre para engendrarlas y depositarlas a los pies de los conquistadores. Sin los cadáveres y los miembros esparcidos que divisan en la llanura, donde, sabiamente, se ha llevado a cabo la carnicería, no existiría la guerra, y, sin guerra, no habría victoria. Observa que cuando se quiere ser célebre, es preciso sumergirse en ríos de sangre, aumentados por la carne de cañón. El fin justifica los medios’.
Se detuvo. Miró la Plaza, los inmensos aleros, los altos balcones. “Y aquí estoy de nuevo en Montevideo, mi Troya y mi Ilíada. Sabe, leí la Ilíada en la versión castellana de Hermosilla, aquella de 1831. Vivía ya en París. Era el año 62. En la primera página de aquel libro, en español consigné: ‘Propriedad del señor Isidoro Ducasse nacido en Montevideo (Uruguay) –Tengo tambiem Arte de hablar, del mismo autor. 14 de abril 1863’, Con algunos errores ortográficos, es cierto, pero tratando de no olvidar mi palabra originaria, mi país suramericano. Así, el espíritu de esta Ilíada Castellana penetró en mis Cantos. Maldoror hizo homenaje al gran Homero de Hermosilla. Fue una recompensa, la vuelta a mi sol austral. No sé por qué le cuento estas cosas. En el Viejo Mundo me leen como poeta francés, pero es de aquí, de esta acuática y triste ciudad de donde surgió todo: mi desesperación, mis anatemas, mi perversidad sin límites, mis múltiples voces, mi rebeldía infinita, esta ira contra dios y contra el hombre. Los liceos franceses sólo despertaron y maduraron dichos virus. Oh bárbaros liceos; allí el garrote supera la inteligencia, el golpe destierra la lucidez. Recuerdo aquel M. Gustave Hinstin, profesor de retórica en el liceo de Pau, el cual no entendió nunca nada. A mis composiciones las llamó excesivas y desaforadas, infligiéndome duros castigos. No, nunca llegó a entender nada. Pobre, pobre Hinstin. No sabía que mi ser se cocinaba en una desaforada imaginación, con las furias de una pasión incontrolable. ¡Ah bárbaros y oscuros profesores! Grises del gris más lamentable. Isidoro me llamo aunque Isidore me nombren en la otra orilla del mundo”.
Nos miramos. No pude aguantar esa mirada de luz, esa combustión perpetua, poesía total. Sin embargo, en medio de aquel torrente de fuego le pregunté sobre sus padres. “Mis antepasados eran de Béarn, sitiada al pie de los Pirineos, contestó. Montevideo era por entonces la Babel suramericana. Multitud de inmigrantes llegaron a esta ciudad, venían de Europa. Y allí la observa usted. Todas las construcciones de estos dos últimos siglos están marcadas con sangre de inmigrante, con voces de extranjeros y amores de ultramar. Mi padre François Ducasse, diplomático francés, fue asignado al Consulado General de Francia de Montevideo. En esta ciudad reuní mis primeros asombros, mis originarios miedos. A los trece años marché a París. Fue en el 59. Me enviaron como interno al Liceo imperial de Tarbes y después a la ciudad de Pau. Allí ‘busqué un alma que se me pareciera y no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tierra: mi insistencia fue inútil’. Para todos fui el provinciano. Se burlaban de mi francés austral, de ser hijo legítimo de un país bárbaro. Para enfrentarlos me encerré en mí mismo, me empeñe en destruirles su lengua moral. Nada me detuvo. En guerra contra el universo, contra todos, les escribí sus propias pesadillas, sus terribles miserias. Burlado, vilipendiado, pisoteado por no ser de ninguna parte, escupí sobre sus altares. Nadie comprendió ni escuchó mis soberbios gritos. Alegaron que estaba loco, inventaron calumnias, se taparon hipócritas sus oídos. Mi locura provenía de la más alta lucidez, de conocer el estiércol de mi época, su razón de monstruos. Sí amigo, tú que provienes de ese país llamado dolor y fracaso, quizás comprendas lo que pronuncio”.
Caminamos hacia la costanera, donde el sol de la tarde era devorado por las fauces del Plata. En un momento, y atisbando al fondo la agitada vida del Mercado Chico del puerto, se detuvo. “En 1868, dijo, publiqué el primer Canto. No crea que la gente lo leyó. No. Lo publiqué, para el asombro de todos, con tres asteriscos en lugar de mi nombre. Un año después edité completo los Cantos de Maldoror, con un subversivo seudónimo de Guerra: Conde de Lautréamont. Apenas 10 ejemplares, los cuales el editor Albert Lacroix, de Bruselas, por temor al procurador no distribuyó jamás ese libro blasfemo, aquellas páginas sombrías llenas de veneno. Al poco tiempo morí a las 8 de la mañana en una oscura y olvidada habitación de la calle del Faubourg-Montmartre, nº 7. Era el jueves 24 de noviembre de 1870. Nadie supo la causa de mi muerte. La dejaré en la sombra para que crezca el misterio. Enterrado en el cementerio del Norte de París, en 1890 mis restos se perdieron para siempre en el Osario de Pantin. Como ve, mi desaparición fue completa, y no esperé nunca ninguna gracia.
Es conocido que el mismo Rubén Darío me llamó “Raro”, ‘diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso’. Dijo que viví desventurado y morí loco; que mis Cantos no se trataban de una obra literaria ‘sino del grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás’; y aconsejaba a la juventud no beber ‘en esas negras aguas por más que en ellas se refleje la maravilla de las constelaciones’. Eso dijo el gran poeta de las Américas, influenciado por el moralista, inquisidor y mentiroso Léon Bloy, quien vio mi libro como algo monstruoso, lava líquida, insensato, negro y devorador, demente y maniático.
Sí, fui un bárbaro en medio del corazón de una civilización sangrienta. Un bárbaro suramericano, educado en las ciudades de una Europa enferma, devorador de las excremencias de mi cultura. Y aquí me tiene de nuevo en este mi Montevideo, hablando con usted en una lengua que no olvido, tan cara para mi sangre, para mis rigores”.
Frente al Plata, bajo los rojos intensos de un sol moribundo, recordó las palabras de terror y pasión de sus Cantos: ‘hay quienes escriben para buscar el aplauso humano por medio de las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o por las que ya tienen. ¡Yo utilizo mi genio para pintar las delicias de la crueldad! También ‘he empuñado una navaja cuya hoja tenía un filo acerado y la hundí en la carne, en el lugar donde los labios se unen’. Sabe amigo, ‘hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden de las familias…y a punto de caerme me apoyé en una muralla en ruinas y leí: . Estos son los ‘graves gemidos de este montevideano, con una gran sed insaciable de infinito’.
Todo esto lo escribí con furor, como muriendo. Dije: ‘el final del siglo XIX verá a su poeta nacido en las riberas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos que fueron rivales se esfuerzan hoy en separarse por el progreso material y moral. Buenos Aires, reina del Sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas argentadas del gran estuario’.
Por la Peatonal Sarandí retornamos a la Plaza de la Constitución. Él no dejaba de pronunciar sus temibles sentencias: ‘Tengo necesidad de escribir mi pensamiento…La atmósfera de mi cuarto respira sangre…Mi poesía estará dedicada a atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado a chusma semejante…Ahora estoy sucio. Los piojos me roen. Los cerdos vomitan al mirarme. Las costras y las escaras de la lepra han descamado mi piel, cubierta de pus amarillento. No conozco el agua de los ríos ni el rocío de las nubes. En mi nuca, como sobre un estercolero, crece una enorme seta de pedúnculos umbelíferos…Es fácil que adivines entonces hasta dónde llegó mi odio absoluto contra la humanidad…He puesto una sutil resistencia al Gran Objeto Exterior (¿Quién no sabe su nombre?). Realidad, oh realidad, mi cruel pesadilla, mi más íntima enemiga’.
Me escudriñó rabioso y levantando la voz dijo: ‘¡Adiós! Me voy a respirar la brisa de los acantilados, pues mis pulmones, medio ahogados, piden a gritos una diversión más tranquila y virtuosa que la que tú me ofreces’.
Ya a lo lejos volvió a gritar: ‘Nada le envidio al creador, pero que me deje descender por el río de mi destino, a través de una creciente de crímenes gloriosos’.
Entonces se esfumó por la Calle Misiones, donde Nubia y yo lo vimos desaparecer entre las brumas.
*Poeta y ensayista colombiano