Por Iván Beltrán Castillo*
Hay una frase de Marcel Proust, singular y reveladora, que me acompaña como un sigiloso adagio siempre que leo la misteriosa novela de Gonzalo Márquez Cristo, titulada con precisión lírica Ritual de Títeres: “no me interesan sino las novelas que no entiendo”. Esa percepción, de una graciosa hermosura, puede aplicarse, según intuyo, a todas las grandes formas en las que encarna la comunicación humana, no solamente a la creación de ficciones novelísticas. También el amor, la justicia, la solidaridad, la música, el erotismo o la derrota se definen con mayor fuerza al adoptar formas extremas e inenarrables, abisales y escandalosas, que nos rebasan y nos ponen de frente a una profundidad pasmosa. Sólo lo que no entendemos nos es imprescindible. Lo que entendemos, en contraposición, es banal y es aleatorio. De ahí el difícil encanto de este artilugio, indudable vocero del límite, rara avis que puede exasperarnos como un potro de tormento ontológico, hacernos sus esclavos como una mujer a la vez seductora e inasible, o sumarnos a su pléyade de seguidores con la fuerza equivoca de una adicción.
Mi vínculo con el artilugio de Márquez Cristo, no es nuevo ni mucho menos. Creo haber sido de los afortunados que asistieron a la formación de este cosmos peculiarísimo, este mundo que reniega de los movimientos y los decálogos y delata la asfixia paródica de las costumbres, que se nos antoja en gran medida autosuficiente, y que parece burlar en incontables, a veces magistrales, ocasiones, la torre de marfil de lo que llamamos tristemente realidad. Sospecho con pedantería que fui así mismo de los que, desde el plano de la cotidianeidad, desde la orilla de las rutinas somnolientas de la adolescencia, colaboraron en trazar el sueño de sus singulares coordenadas, la erección de este imperio idiomático, y tal vez por ese motivo desde su aparición en 1992, he tenido con él un parentesco largo, contradictorio, sísmico, entusiasta, y, finalmente, trascendidos los obstáculos connaturales a toda “experiencia radical”, esplendoroso. Cuando uno logra superar el extrañamiento y el estupor iniciales, la ignorancia del lector académico y la comodidad cívica de quién no desea mirar y mucho menos comprender, desposa instantáneamente una extraña, desconcertante y terrible belleza.
¿Cómo asumir una historia que parece prosternada a la magnificencia del pensamiento, a los endiablados laberintos de la latencia interior, a un océano ficcional donde las palabras adoptan formas totémicas, corporales, orgánicas, vegetales y extremadamente sensibles? ¿Cómo aceptar la posibilidad de que el entramado de la vida no sea sino un decorado modesto frente al portento de las catedrales construidas con soberbio donaire por la imaginación? ¿Es el pensamiento, la consciencia, aquí desatados hasta sus consecuencias últimas, el lugar verdadero de todos los hechos y el teatro donde se escenifican los más inolvidables crímenes? En pocas obras de la última literatura nacional existe una tan clara modificación, transgresión y desplazamiento de la ortodoxia aristotélica y de cuantas preceptivas existen en torno a la escritura literaria y a la licencia poética; el decálogo usual queda en Ritual de títeres gloriosamente violado, para adentrarnos en un terreno peligroso, convincente, en ocasiones enervante, y donde el amor ocupa, como no pasaba hacía ya mucho tiempo, la piedra litúrgica del sacrificio, ese magnético lugar donde se explica y re-presenta.
Es como si asistiéramos a una gran obra de teatro donde los héroes y heroínas fueran almas perturbadas (¿ánimas en pena?) gesticulando (pensando) frente a nosotros, condenadas a la divagación perpetua, a la esfera de sus fijaciones gloriosas, retaliaciones dignas de unos dioses que han sido condenados al sufrimiento de los hombres, acotaciones y conjunciones casi geniales, conmovedoras, del todo distantes de los aburridores y monosilábicos fárragos del monólogo interior, tan poco memorable a pesar de su fama planetaria. Así, terminamos obligados a formular una pregunta insoluble: ¿qué representa con mayor verdad este Nosotros cambiante de la vida entre la acción y los multiformes e infinitos símbolos, la galería de imágenes que esta desencadena en la consciencia? Cuántas casillas, cuantos pasos hay entre los hechos que vivimos y su resonancia en la imaginación? Enigmas que en ningún instante cesan de perturbarnos con su reclamo obscuro, con una suerte de llamado infinito, y que la prosa (sic) mítica de Márquez Cristo afronta echando mano de lo más ancestral, lo más legendario, lo más teológico, lo más olvidado, para lograr con ello, paradójicamente, el milagro de una furibunda novedad.
¿Pero quiénes son y qué quieren en su duración verbal el quinteto de personajes constituido por Jano, Mirtilo, Ariadna, Orfeo y Fedra, protagonistas de la novela de Gonzalo Márquez Cristo? Desde el principio sabemos que desean entregarse, como ofrendados sublimes, a la gloria de una tragedia finísima y estrictamente humana, una tragedia para la que están hechos y que representa, ni más ni menos, la materia que habrá de re-crearlos; aventura interior donde queda inscrito el mapa completo de sus desgarraduras, desde aquellas que les son inherentes, originales —el amor, el erotismo, el spleen, la dezasón, el asombro— hasta esas otras, como la gran hecatombe histórica de los ochentas latinoamericanos, impuestas desde el afuera, y que habrán de mezclarse finalmente en una sola, tenebrosa lucidez. Los capítulos de la novela que refieren crípticamente la gran utopía revolucionaria colombiana y la frustrada gestión de un grupo guerrillero por trasgredir la impunidad política nos ilustran dolorosamente.
Así nosotros, espectadores inermes, observamos cómo estas criaturas se aman, se rozan, se separan, se infinitamente dialogan en medio de una jungla desconocida y barroca, una selva cerrada y cuyos árboles y follaje son los recuerdos, las heridas anteriores al principio, la sutil y dolorosa sensibilidad de saberse exageradamente vulnerables y execrables zurcidores de heridas.
La vasta imaginería que, con “perversa paciencia” Márquez Cristo labra para ellos habrá de jugarnos luego una traviesa pasada, cuando la voz del yo, que ocupa la mitad de los capítulos, se revele como simple y artificiosa literatura y los personajes —tan humanos, tan verosímiles a pesar de su exuberancia metafísica y su grandeza verbal— pasen a ser sus atormentados títeres, después de habernos convencido de su majestuosa batalla. Apoteósico crepúsculo del prestigio occidental del yo, que vuelve a revelarse, como quiso Octavio Paz, como una jaula vacía.
Habrá que apuntar necesariamente los notables “avances” que Ritual de títeres logra en el diálogo perpetuo entre la imaginación y la realidad, en el cruce de influencias —fascinante y siempre en mutación— de la verdad humana y la hipótesis fantástica, de la dualidad entre la descarga prosaica de la existencia y la respuesta poética con la que los seres humanos tejen una suerte de sublime venganza, entre la verdad falsaria de nuestros días verdaderos y la mentira auténtica de nuestras más fomentadas ficciones… es como si habitar en el miedo radical nos transmutara inexorablemente en personajes de alguna insospechada novela. El yo siempre es literatura, parece señalarnos con moroso deleite Márquez Cristo, impostación, corriente imaginaria. Y solamente los que, como Mirtilo y Jano, Ariadna, Fedra y Orfeo, a través de métodos que no excluyen las penas de la carne ni el suplicio del pensamiento, lleguen a entenderlo cabalmente abrirán la compuerta de una novela-espejo, de una vida que merezca ese nombre, de un tolerable y renovado infierno.
“…Hay que aprender a avanzar con miedo, mientras lo que llaman vivir: riesgo que prueba o rompe hábitos, sea literatura: y el artista reparta la noche ofreciendo su temor fascinante, eludiendo naufragar en el abismo del yo”.
*Director de Con-Fabulación. Escritor y periodista colombiano