Somos muchos los lectores del mundo que hemos distanciado la lectura de Julio Cortázar de nuestras reincidencias habituales y nuestros ritos solitarios, no porque tengamos razones de prestancia intelectual ni argumentos sólidos para adoptar esta actitud parricida, sino sencillamente porque nos habita el temor de que el gran hacedor argentino ya no logre eclipsarnos de la manera invasiva y del todo milagrosa con que lo hizo cuando lo descubrimos, casi todos al filo de la pubertad. Sería grave, gravísimo, denso y melancólico, como una demostración de nuestra pérdida de capacidad para el asombro, de pureza para entrar en comunión con la magia o de herramientas para comprender lo incompresible, o sea lo único que de verdad importa.
Y es que Cortázar, nacido en Bruselas en el ya distante año de 1914, fue durante mucho tiempo nuestra brújula existencial, el gran sacerdote que nos donaba la excepción en medio de una vida atribulada de costumbres fosilizadas, y quién nos abría las puertas condenadas, esas que daban, precisamente, a los lugares y espacios que necesitábamos transitar. Rayuela, Las Armas Secretas, Historias de Cronopios y de Famas, 62 Modelo para armar, El Libro de Manuel, Último Round o La Vuelta al día en ochenta mundos fueron sólo algunos de los títulos que nos legó el inventor de los cronopios, y fueron volúmenes que tuvimos a la mano, como se tiene a la mano un amor esencial, un botiquín de emergencia o un amuleto de la buena suerte.
Pero, de vez en cuando, temerarios, volvemos a abrir un libro de Cortázar, al azar y como un juego, y es entonces posible que se presente una regresión, y que volvamos a respirar el aire de magma de aquel reino maravilloso por él creado, y con él la ternura irónica, la manera de mirar las cosas por el lado inédito, la perspectiva sugerente, la prestidigitación que subvierte el engañoso mundo de la realidad. Así parece ocurrir con el siguiente texto, poco conocido y lleno de aquel encanto pretérito.
Cortázar murió en París, sin aguacero, en febrero de 1983.
Cazador de crepúsculos
Si yo fuera cineasta me dedicaría a cazar crepúsculos. Todo lo tengo estudiado menos el capital necesario para el safari, porque un crepúsculo no se deja caza así nomás, quiero decir que a veces empieza poquita cosa y justo cuando se lo abandona le salen todas las plumas, o inversamente es un despilfarro cromático y de golpe se nos queda como un loro enjabonado, y en los dos casos se supone una buena cámara con buena película de color, gastos de viaje y pernoctaciones previas, vigilancia del cielo y elección del horizonte más propicio, cosas nada baratas. De todas maneras creo que si fuera cineasta me las arreglaría para cazar crepúsculos, en realidad un solo crepúsculo, pero para llegar al crepúsculo definitivo tendría que filmar cuarenta o cincuenta, porque si fuera cineasta tendría las mismas exigencias que con la palabra, las mujeres o la geopolítica.
No es así y me consuelo imaginando el crepúsculo ya cazado, durmiendo en su larguísima espiral enlatada. Mi plan: no solamente la caza, sino la restitución del crepúsculo a mis semejantes que poco saben de ellos, quiero decir la gente de la ciudad que ve ponerse el sol, si lo ve, detrás del edificio de correos, de los departamentos de enfrente o en un subhorizonte de antenas de televisión y faroles de alumbrado. La película sería muda, o con una banda sonora que registrara solamente los sonidos contemporáneos del crepúsculo filmado, probablemente algún ladrido de perro o zumbidos de moscardones, con suerte una campanita de oveja o un golpe de ola si el crepúsculo fuera marino.
Por experiencia y reloj pulsera sé que un buen crepúsculo no va más allá de veinte minutos entre el clímax y el anticlímax, dos cosas que eliminaría para dejar sólo su lento juego interno, su caleidoscopio de imperceptibles mutaciones; se tendría una película de esas que llaman documentales y que se pasan antes de Brigitte Bardot mientras la gente se va acomodando y mira la pantalla como si todavía estuviera en el ómnibus o en el subte. Mi película tendría una leyenda impresa (acaso en voz off) dentro de estas líneas: “lo que va a verse es el crepúsculo del 7 de junio de 1976, filmado en X con película M y con cámara fija, sin interrupción durante Z minutos. El público queda informado de que fuera del crepúsculo no sucede absolutamente nada, por lo que se le aconseja proceder como si estuviera en casa y hacer lo que le dé la santa gana; por ejemplo, mirar el crepúsculo, darle la espalda, hablar con los demás, pasearse, etc. Lamentamos no poder sugerirle que fume, cosa siempre tan hermosa a la hora del crepúsculo, pero las condiciones medievales de las salas cinematográficas requieren, como se sabe, la prohibición de este excelente hábito. En cambio no está vedado tomarse un buen trago del frasquito de bolsillo que el distribuidor de la película vende en el foyer”.
Imposible predecir el destino de mi película; la gente va al cine para olvidarse de sí misma y un crepúsculo tiende exactamente a lo contrario, es la hora en la que acaso nos vemos más al desnudo, a mí en todo caso me pasa, y es penoso y útil; Tal vez que otros también aprovechen, nunca se sabe.