Por Marcos Fabián Herrera
El crítico y ensayista peruano Julio Ortega, ha sostenido que la tradición literaria Latinoamericana encuentra en el diálogo su principal abono. De atender ésta interpretación, que asume nuestra capacidad conversacional como el vehículo para la apertura de espacios creativos, que indistintamente del ropaje genérico que se emplee, en esta parte del mundo confluyen en la literatura; la más reciente novela de Ricardo Cano Gaviria congenia con lo enunciado. En La Puerta del Infierno Rolando Dupuy y Héctor Ugliano – formal y esencialmente emparentados con el Zavalita y el zambo Ambrosio de Conversación en la Catedral de Vargas Llosa – actúan como reconstructores de la memoria. Este amasijo de recuerdos, que en el expatriado Latinoamericano siempre se desdibuja y se matiza por todos los prismas que comportan el ser un extraño y que en la novela está tamizado por esa pulsión apátrida de todos los que llegaron a París en la década del 60, es la fuente del libro. De esta novela, se podrá celebrar su audacia y pericia formal - diálogos altivos, alternancias discretas en el narrador-; los personajes, que responden a una hondura y fidelidad propia de quienes asumieron la estancia Parisina con valentía; pero a mi juicio, éste libro de Cano Gaviria, quien se ha definido como un escritor extraterritorial, lo que propone y alcanza es la más terrestre de las reflexiones y temas de la novela en occidente: Exilio y memoria. La evocación como catarsis, como reformulación de un itinerario íntimo, obedece al empeño de mitigar las heridas de un pasado personal y a la vez colectivo. Pues ese raudo tren de la historia posee pliegues que los días impone revisitar.
La expiación parece surgir como exigencia de la vida, como una reinvención frente a lo trunco y fallido del pasado. Los rescoldos de la quimera que alumbró la militancia política de izquierda, los pasajes febriles de mayo del 68, la tentativa de ajustar la realidad a nuestras visiones utopistas, y la faceta risible de lo que en algún momento tuvo visos heroicos y rupturistas, son revisados por un par de colombianos después de 20 años de desencuentro. Se topan en una París que ha perdido el fulgor mítico, en la que Edith Piaf es una alucinación y las ideologías rezuman inutilidad. París no es una fiesta: es un cementerio de ilusiones. La severidad de los juicios y comparaciones, todos ellos mediados por la intelectualidad de los dos personajes, nos dicen mucho del cariz nostálgico que se manifiesta al desandar una urbe con la que el tiempo nos une con alegre fatalidad. Pero no este un libro celebrante de la tristeza y la rememoración lacrimosa. Es una novela de búsqueda, de compensación con un ayer, de asomo a esa puerta infernal que el periplo dantesco por los parajes emblemáticos de la ciudad, nos incita a encontrar. La fascinación entomológica en la infancia de Rolando Dupuy, nos advierte un simbolismo que sólo al final del libro se nos revelará cabalmente y que corresponde con el pilar que es fundamento de la novela. Será necesario farfullar Padam, Padam, Padam, para sumergirnos en ese trance onírico de la mano de Edith Piaf y una vez seamos insectos, conozcamos esa geografía imprecisa de la memoria. Cano Gaviria lo logra.