Por Eduardo Lizalde
Agrega Marco Antonio Campos a su ya extensa, personalísima y sorprendente obra de poeta, de crítico, de traductor, de cronista, de historiador y estudioso de la literatura mexicana y de otras, este libro ejemplar que él titula Dime dónde, en qué país (una línea que toma de Villon) y que ha compuesto, como dice, con poemas en prosa y una fábula.
El libro es bello y complejo, en su aparente sencillez, pero intrincado, contexto de referencias, alusiones literarias, históricas y artísticas y es, en efecto, tanto verdadera poesía, como la que ha logrado consumar en su lírica el autor, pero es al mismo tiempo una colección deslumbradora de visiones, de crónicas de viaje por el mundo entero, de paisajes urbanos, amores consumados y no, mares, ríos, montañas, galerías pictóricas, encuentros con autores legendarios o nacidos ayer, barrios paupérrimos, aventuras en tren y al mismo tiempo, profundas y conmovedoras incursiones en la propia biografía, en el alma y en la memoria familiar. De algún modo, este conjunto de Marco Antonio, me hace pensar en el libro admirable y perfecto de otro ilustre visionario, viajero, cronista y autobiógrafo imponente: el grande y prolijo catalán José Pla, autor de los diarios voluntariamente imperfectos e invaluables de su Cuaderno gris, que no ha sido posible terminar de imprimir.
Un indispensable, querido y cada vez mejor leído par suyo es Marco Antonio, al que no alcanzan estas pocas líneas para celebrarlo como se merece por su nueva –breve- obra maestra.
A continuación una de los textos de Dime dónde, en qué país de Marco Antonio Campos, publicado recientemente por Visor.
REGRESO A BUENOS AIRES
Cuanto he perdido lo hallo a cada paso
y me recuerda que lo he perdido.
Antonio Porchia, Voces, 247
¡Ah cómo regresan los días del invierno lejano cuando aquella muchacha delgada se adelgazaba más al perderse por avenida Las Heras, ella, a la que olvidé 14 años, y que regresa hoy con su luz purísima y febril para decirme adiós cuando el adiós ya era! Hoy no sabría dónde llamarla, pero sé que era menos desdichado si la tenía conmigo. La tarde de agosto me la trae mientras cruzo ante el edificio donde moró, previendo que si hoy nos encontráramos nada sabríamos de nada, como el árbol no es la hierba, ni mucho menos será el invierno de 1992, con su frío húmedo, sus cero grados centígrados, su niebla monótona, la lluvia que me hacía más triste cuando me aventuraba en el muelle del puerto. Cuántas veces me he preguntado si en poesía es dable nombrarse, o hasta cuál límite, lo que ya no es, lo que no se ve, lo que habría sido, lo que se ha ido al regresarnos.
Sigo hacia La Recoleta. En la plaza escucho, o creo escuchar, la voz aminorada de Bioy Casares, que al pasar frente a La Biela me relataba en el junio frío anécdotas misóginas que me hacían doblar de risa hasta formar escuadra y buscar la media sombra bajo las ramas de los árboles. Me siento en una banca y oigo el aire llevarme en canciones con voces de Irusta y la Simeone, y me veo en cafés o casas con Máximo o Noé, con Mempo o Diana, con quienes discurro de México como un país con mirada triste pero en fuego, inversamente mágico, “florido y espinudo”, mañana en el ayer en agua y brasa, y Jorge, por su lado, me abre puertas para que no me demore escalando muros o tire la plata creyéndola de cobre. Se me delinea en la memoria y me rompe todo, incluyéndome el alma, el rostro modiglianesco de la porteña que hablo. Y murmuro palabras que ya dijo otro y que el río se las lleva porque no me deja hoy decírselas: Eras tan hermosa, que no pudiste hablar.
Habían pasado en ese entonces nueve años, pero la sombra militar hacía sombra dondequiera en nombre de la Santísima Trinidad que, en bocas inmundas, provoca escalofrío y náusea: Patria, Orden, Familia. Si alguien no precavido escarbaba la tierra lo saludaba un muerto, y si a lo largo del río, una procesión de ahogados. Vinieron luego generaciones rotas, el menemismo especulador con gángsters de burdel, el nauseabundo y bajo perdón a los criminales, la caída estrepitosa de la moral política, el robo feroz del dinero de los pobres, la lenta recuperación engañosa como un caballo a cuestas.
Pero ¿quién deshojó el árbol de este pueblo?
La gente me ve caminar de espaldas por las aceras de avenida Libertador y de espaldas recalo en plaza San Martín, y de frente y dando vueltas en círculo al gomero, recuerdo que recuerdo que en el año del ’92 parangonaba mi juventud con ese árbol que arranca el piso, multiplica ramas, reseca árboles, pelea con el viento a grito herido, ese árbol con una fuerza ilímite pero que no se sabe adónde ni cómo dirigirla. En ese entonces yo llevaba apenas la pena que aún me apena, en el alma el arma, y en la partida la convicción de que sería la última vez que yo vendría a Buenos Aires.
Yo moré en Palermo, muy cerca de los bosques, y una tarde, en un café vacío de calle Santa Fe, me despedí para siempre de esa joven, que parecía trazada por el lápiz sinuoso de Modigliani, a la que no veré más, a la que no podré ver, porque nadie puede despasarse en lo andado, y sólo queda quedarse así, recargado en el barandal, creyendo oír que oigo el paso de los segundos de las manecillas superlativas del Reloj Inglés, pero que sólo en el horizonte alcanza a distinguir de nube en nube el violáceo y el morado del sol que lentamente cae, y lo apaga, y no es.