Por Iván Beltrán Castillo
Muchos son, a mi juicio, los méritos de esta “Nouvelle” de Guido Tamayo, bautizada, con lacónica melancolía, El Inquilino. Uno de los más notables, según me parece, es venirse a sumar con humilde donaire, desde sus pocas páginas, a la suntuosa y entrañable “literatura del crepúsculo”, esa que trafica de cerca con la muerte, la decadencia, la enfermedad, la guerra, las pestes y los innúmeros apocalípsis que hasta la fecha han sido, es decir con los perpetuos flirteos de Thanatos dentro de la vida, y la misma que los lectores devotos aman y reconocen y que siempre parece entregarnos una cifra novísima –virginal, devoradora- a pesar de ser tan antigua como la misma literatura. De Balzac a Flaubert, de Thomas Mann a Thomas Bernhard, de Shakespeare a Dostoievski, de Gogol a Samuel Beckett, de Lampedusa a Joyce, diseminadas como una fatal cosecha de la lucidez, hallamos sus señas de identidad, su exploración no exenta de crueldad y, ante todo, su piadosa comprensión de nuestra inexplicable finitud.
En el artilugio que nos ocupa nos encontramos con un personaje trágico, Manuel de Narváez, creador hipersensible al que no le ha ido demasiado bien en el gran teatro del mundo: escritor notable y febril, aún aguarda alzarse con un público lector, espera el reconocimiento de los críticos y las editoriales y solamente cuenta con el aval solitario, aunque nada despreciable, de una traductora madura, quién siempre estuvo convencida de su inusitado talento, pero que muere intempestivamente, sumiéndolo en una orfandad y una suave desesperación sin camino de regreso.
Notable ser humano, Manuel de Narváez tampoco ha sido feliz y, como lo quería Borges, tal vez ya no le importa. Sus recuerdos familiares, sus escarceos eróticos, sus filiaciones románticas, son apenas fragmentos desportillados y pretéritos, partes, quizá, de sus ficciones y en último término vestigios de otras vidas extintas que, algunas veces, su memoria embellece y ama, y en otras tergiversa y degrada. Su madre y gran cómplice también acaba de morir luego de años de protectorado, su padre, apenas entrevisto como si se tratara de un sueño furtivo, es apenas el símbolo de un origen detestado y remoto, y todas las ilusiones que lo llevaron un día a la ciudad de Barcelona en busca de la gloria literaria, se han disipado como el humo de los muchos cigarrillos que diariamente fuma.
Lo encontramos entonces encerrado en un pequeño apartamento o, más exactamente en un cuarto, en cuyas paredes empieza a notarse la acción devoradora del tabaco, que también carcome su cuerpo, y lo vemos gobernado por la más increíble de las soledades, a la que combate escribiendo más allá de sus fuerzas minadas, bebiendo mucho y durmiendo poco y jugando a la pasión con Encarna, una prostituta heroinómana, que apenas si le estima un poco más que al grueso de sus clientes.
El juego queda planteado. Como el Cónsul de la cenicienta Bajo el Volcán de Malcom Lowry, Manuel de Narváez nos convierte en sus lazarillos impotentes, los espectadores de su agonía y los deudos de su muerte que no es otra cosa que una muerte ritual, si aceptamos por ello aquella desaparición que nada tiene de casual o inesperado sino que, más bien, sucede porque así está inexorablemente escrito, muerte que no hace parte de los ciclos naturales o biológicos porque se encuentra emparentada con los ciclos ceremoniales y litúrgicos. Y acompañaremos al escritor malogrado hasta el final de la partida, dentro de una gran borrachera de licor y tabaco. Lo veremos instalarse en el crepúsculo como si fuera su estación natural y literalmente fumárselo. Y estaremos a su lado en los recovecos de Barcelona una ciudad mítica de la que han desaparecido los mitos.
Pero estos son apenas algunos de los datos que el autor nos entrega. El verdadero encanto de la novela está en crear hábilmente una “cortina de vacío”: una “sensación”. Así, más allá del laconismo, ciertamente voluntario, de las ciento y pico de páginas de El Inquilino, y tras un par de lecturas delicadas, la riqueza de la obra se potencia, se eleva, le abre la compuerta al reino de las intuiciones. El claroscuro y la ambivalencia que recorren los capítulos terminan abriendo espacio a una floración de mensajes que nunca se completan, que no bien aparecen como se evaporan. Es más lo que no está dicho que lo dicho, pesan más los espacios en blanco que las líneas. Es un mecanismo que autores como Juan Carlos Onetti y Henry James, adversarios profesionales de las verdades rotundas y de los destinos manifiestos, practicaron con una gran fortuna, y que Guido Tamayo ha sabido inocularle a su historia.
El Inquilino se lee pues como se fuma un buen cigarrillo o se apura un buen bourbon. Con intensidad transitoria. Pero sobre todo, sabiendo que en la corta duración del placer se esconde nada menos que la eternidad…
(Nota al margen: No puede uno dejar de recordar, cuando lee por primera vez el título de este libro, esa otra gran creación que Román Polanski urdiera hace ya varias décadas con el mismo nombre, y que también atestigua un proceso de aislamiento enervante, ruptura con el mundo e hipertrofia de una imaginación tan dadivosa como abisal. ¿Simple coincidencia? Sospechamos que no, sospechamos que la escogencia del nombre contiene un guiño suscitador y travieso, y que en el fondo la novela de Guido Tamayo también se esconde un algo de fantasmagórico, de gótico, de espectral….
El Inquilino. Guido Tamayo. Random House Mondadori. 111 páginas