El último poemario de Carlos Vásquez será presentado el 26 de agosto en el programa Viernes de Poesía de la Universidad Nacional en Bogotá. El evento se realizará en el Salón Oval de Postgrados a las 6 pm. Entrada Libre.
A continuación el prólogo de este libro publicado por la Colección Los Conjurados, que ya se encuentra disponible en las más importantes librerías del país.
Por Jorge Caraballo Cordovez
En un apunte de 1970, Elias Canetti sugirió que la verdadera religión de los poetas es aquella que ayude a conseguir las múltiples y muy variadas formas de inmortalidad en esta vida. Sin promesas de otros tiempos, rechazando cualquier manifestación de la muerte, el escritor se siente responsable por custodiar y potenciar la existencia. Esa convicción llevó a Canetti, entre otras cosas, a recordar el valor de los mitos y de las metamorfosis humanas. Carlos Vásquez, por su parte, igualmente consagrado a esa religión, se dedicó en este libro a escribir una experiencia del tiempo que se aparta de la sombra: cada instante es tan vasto, cada sensación tan rica, que se concentra en lo presente, viaja a la orilla del tiempo y trata de que su voz nazca allí donde todo es nuevo y nada sabe. Escribe los días para que algo de su vida quede grabado. En cada página hay una atmósfera, un paisaje que se recorre, una luz que muestra, la sensación inesperada detrás de una montaña, el hombre que es y que deja de ser mientras se dice: en cada página le da forma de palabras a lo cotidiano.
Y aunque en ellos ocurre lo simple, no debe ser fácil escribirlos: los días se consumen con el cambio de las cosas. Son rápidos como destellos de sol sobre una corriente de agua. Nada perdura, el mundo es tan breve como la luz que lo toca. Somos lugares que alumbra un día mientras se transforman. Y a pesar de la velocidad con que todo aparece y se ausenta, en los poemas que componen Días se lee una manera de estar en la naturaleza y una actitud frente al tiempo marcadas por la serenidad, el respeto por lo pasajero, y una transparencia que anula la muerte. Uno de los rasgos más bellos de este libro es su aplomo, su delicadeza en la mirada y las palabras, la calma de su voz aún sintiendo la vertiginosa transformación de todo.
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En ninguna de las obras anteriores de Carlos Vásquez hay una presencia tan nítida de los paisajes, que aparecen aquí como espacios donde se encuentran el poeta, sus voces, y el mundo. Los días que observa son lugares en movimiento, estancias en fuga, y están hechos de aquello que revelan. Él es lo que ellos disponen. Por eso al escribirlos se escribe, y le basta con nombrar lo que siente.
El risco, el solar, los bosques, las charcas, los senderos, el corredor, el arenal, los prados, la colina, la gruta, las quebradas, los vientos, el jardín, la acequia, las fuentes, los peñascos, las orillas, la floresta, las comarcas, el breñal: la particularidad de esos lugares resuena en su cuerpo y llama a las palabras afines. Si se siente desolado, seco, fuerte o impenetrable, dirá las palabras que se parecen a la piedra. Si siente que fluye, que se filtra, que golpea y no se deshace, que sigue un cauce, dirá palabras de agua. Cuando se mueve rápido, cuando su mirada es ágil y fresca y envuelve las cosas, dirá palabras que le recuerden al viento. Palabras verdes cuando sienta que se afirma y crece en la tierra y que se debe al sol; palabras que flotan cuando observa el vacío, el ala, la bruma temprana. El cuerpo es preciso al decirse. Es verdadero. Lo difícil es saberse escuchar y darle palabra a esa voz muda que va en la sangre.
En Días, el poeta recorre en soledad esos lugares íntimos, desconocidos, puros, vírgenes, alejados del afán humano y su inconformidad. En ellos él es una pequeñez que los habita y que los anda en silencio para no perturbarlos. Allí no tiene poder alguno. Está desprovisto de defensas: es frágil, vulnerable, pero al mismo tiempo calmo y confiado.
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Mientras viaja por esas comarcas, el poeta escucha una voz. No es la suya. Es una voz extraña, no tiene cuerpo, habla siempre en segunda persona, lo interpela y parece conocerlo mejor de lo que se conoce él mismo. Esa voz, que se oye en muchos poemas de Días, sabe todo de él y le habla con tranquilidad y prudencia y dulzura. En ocasiones le cuenta algo que ya sucedió (caías dentro, y ni siquiera sentías pudiera tenerte), o le describe un momento (van pasando y crees que vienen a reposar ante ti), o incluso se atreve a decir lo que ocurrirá (querrías, si por ventura alguna luz dispusiera).
Quien la escucha atiende perplejo: uno no puede saber lo que no siente o no ha sentido. ¿Cómo lo sabe esa voz? ¿De dónde viene? ¿Qué enseña? En el poema “Rumor”, la voz del poeta se refiere a ella. Deja saber cómo la percibe. Es como si se hubiera despertado de pronto, tratando de explicarse de quién es y qué dice. Y me toca y vuela sobre mí: voz como una nube. Alguien discreto viene con ella, alguien que resulta ser forastero: extraño crecido en lugares que ya él pasó, que ha recorrido también su camino, pero no es de aquí, es decir, no es de hoy: es un forastero como él mismo lo será al siguiente paso.
Los días se hunden en las huellas, y mientras contemplamos lo que descubre el camino, madura en oscuridad y silencio la voz que dejamos en lo pasado. Esa voz, la voz de los días, es la que escucha el poeta en este libro: esa que ausentó el tiempo y que ahora vuelve, se abraza al tiempo, y acompaña la mirada.
Voz que muestra. A sus palabras acuden las sensaciones. Voz profunda y sobria, como si se hubiera preparado mucho tiempo antes de que pudiera escucharla. Va diciendo al tiempo que el poeta siente. Él camina junto a ella en silencio que no es obediencia, sino respeto y fe. En Días el poeta es como un niño al que le enseñan el mundo. No hay en él gestos de incredulidad o recelo. Atiende con dulzura esa voz. Se siente pequeño, querido y cuidado. Y entonces, cuando es su turno de hablar, advierte que algo creció cuando escuchaba, y pronuncia palabras discretas y precisas aunque sin ocultar sus dudas. Palabras humildes ante la voz segura que ya no es de uno.
Encuentro hermosa esa conversación entre dos voces: la que ha aprendido y crecido en el vientre de la noche (que es lo que queda tras los pasos); y la que quiere decir el día que la rodea. Ésta se posa en las cosas, no las explica, describe, vacila, se pregunta; aquella es robusta, sabia, y en ocasiones se ofrece como camino. La voz joven, la del Vásquez que no sabe nada porque desconoce este día, escucha y le responde a la otra con un tono que agradece sutilmente: sin palabras se ama a la poesía.
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Dice la primera voz: Senderos al sol se abren y no te dejarán para no repetir ni desear otro tiempo distinto a éste. Senderos que te recuerdan tu única condición: pasajero. Puede que más allá des con otros lugares, pero no permanecerás nunca en el mismo, no te detendrás, no te asentarás, podrás sentirlo todo pero no en el mismo punto, cada día desaparece tras tus pasos y tendrás que buscar otros. Tu mirada va como el aire que el río empuja. Al final será la espuma que humedece la arena y desaparece en la orilla.
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Para no agotar esta vida hay que cambiar al ritmo del mundo. El cuerpo lo hace, pero uno, esa construcción de reglas y palabras, preferiría permanecer idéntico. Hay miedo y orgullo en esa actitud. La resistencia a la transformación es un principio de poder: mirarlo todo desde la distancia, ser ajeno a lo común, permanecer aislado para no correr riesgos, escudriñar agazapado para entender, conocer, y luego dominar: la altivez humana que respira en el lenguaje.
La eternidad es el corazón de los dioses. Al ser inmutables tienen control sobre aquello que cambia. El hombre ha asociado la inmortalidad a la eternidad divina, y aspira a ella para tener poder absoluto sobre su entorno. Quiere ser siempre el mismo. Petrificarse para que nada lo afecte. Además, desea impedir el cambio de las cosas para apropiárselas y ordenarlas como le plazca: para eso las nombra y supone en ellas una esencia que, según él, deben respetar. La ambición de poder lo arruina. Siente desdén por la sucesión de sus días. Muere en vida queriendo ser eterno. La inmortalidad que enseña Días, esa a la que también se refiere Canetti, es todo lo contrario: sabiéndose efímero, el humano se transforma a cada instante, se abre en silencio al mundo y al tiempo, deja palabras que lo reviven al pronunciarlas: solo morirá definitivamente cuando todo lo que ha sido deje de ser. Quiere serlo todo, no tenerlo todo. La escritura es un logro cuando guarda lo que el humano le confía. Si es auténtica, puede ser una extensión del cuerpo. Carlos Vásquez quiso escribir los días para salvar del ardor en el tiempo una parte suya.
La poesía no puede ser lugar para el poder. En ella el hombre reconoce su debilidad y depone sus vicios para sentir el mundo. La voz del poeta en sus días siempre tiene un matiz de tristeza, de aceptación del fracaso: dice con aquello que ha hecho tanto daño, las palabras, pero a la vez las trabaja y limpia, las purifica en su carne humilde, y hace recordar que pueden ser mansas y bondadosas y que a ellas debemos también nuestra riqueza.
En Piedras, uno de los poemas de este libro, Carlos Vásquez expresa esa renuncia al poder, la vanidad y el lucro. Reflexiona a partir de la sensación de una piedra bajo el pie, y evoca a aquellos con los que las relaciona: los egoístas, los ambiciosos, los asesinos, los muertos. Para nada quisieras verte envuelto. Siente una piedra y no quiere que suceda más que eso. No quiere aprovecharse de ella, arriesgar su vida por su inmutabilidad. Pero tampoco puede ignorar la realidad de los otros, no es cautivo de sus sensaciones. En las palabras lleva la memoria de los hombres, y las cosas las tocan y las agitan y él escucha. Memorias que las piedras perforan. Y advierte que en la soledad de su viaje está rodeado por aquello que los hombres han confiado en las palabras. Siente compasión por tantos hermanos, y quiere acompañar sus penas y dolores, su muerte y su fracaso, devolviéndole el silencio y la pureza a las formas que tienen para no morir.
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Vencer las barreras con las que nos separamos del mundo. Abrir las puertas que interrumpen el contacto. No hay relación, no hay un acuerdo entre nosotros y la realidad. Somos ella, y estamos en función de ella y nuestra voluntad no es sino vana rebeldía. Abrirse a los días en silencio. Mirar y sentir que nos miramos, que no hay exterioridad: no hay nada afuera porque somos afuera. Dependemos de todo lo que existe. Ninguna vanidad resulta de ser, porque la vanidad es exclusiva, y no hay de dónde excluirse.
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Un escritor debería poder inventar su vida incesantemente y así sería el único en saber dónde está, dice Canetti. Y eso veo practicado en este libro. El autor cambia al ritmo de los días, y experimenta perplejo ese cambio. Sabe, sin embargo, en qué lugar está cuando escucha la voz que ha madurado en lo pasado. Y entonces escribe. Con este libro conocemos a un Carlos Vásquez, ese que era cuando lo escribió. Muestra su forma de vivir los días, de salir a buscarlos, de descubrirse en ellos; guarda en las palabras sus dudas, sus temores, sus capacidades, sus anhelos. Pero como lectores de esta experiencia, somos conscientes de que leemos la voz de días pasados. Carlos Vásquez ya no es el mismo. La voz que dejó en este libro es la que lo acompaña hoy, pero ya no le pertenece. Es probable que le hable, y le enseñe, y lo aliente a sentir y decir cosas nuevas, pero no se repetirá. Es imposible repetirse si uno vive. Esa certeza sostiene este poema. No se espera nada. No se añora nada. Se vive cada día desprovisto de todo. Apenas contamos con un lugar, un tiempo, un cuerpo, y una voz. Y eso basta y nos dignifica.
Carlos Vásquez, poeta y ensayista. Autor de: Agua tu sed (2001), Desnúdame de mí (2002), Hilos de voz (2004), Aunque no te siga (2008), Cuaderno (2009), El oscuro alimento (2010) y Días (2011). Publicó también el libro de ensayo sobre Fernando Pessoa La nada luminosa (2009). Se desempeña como profesor en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia (Medellín - Colombia).