Por Andrés Elías Flórez*
Y eran una sola sombra larga
José Asunción Silva
Ella lo amaba. Él la amaba. Ella lo celaba y él también la celaba. Ambos se infartaban de celos. Ambos se diluían en la angustia de los visajes y las sombras. Aunque, de la mano, al atardecer o al anochecer, contemplaban luceros y estrellas. De la mano, al amanecer, al final del sueño, al fondo de la noria, veían las ondas resquebrajarse hacia los bordes. Luego, hacia el centro, las ondas se juntaban. Como en un beso boca a boca. Ella era cajera de un banco. Él era vendedor de aspiradoras de puerta a puerta. Ella, ante el acoso de los celos, tenía al final del día la caja descuadrada. Él, ante la supuesta presencia del otro, deambulaba extraviado en procura de la dirección que tenía al frente. Ella era capaz de desmenuzarlo si daba un paso en falso. Él era capaz de deshojarla en briznas si la hallaba en brazos ajenos. Así, el día era ardiente, febril, de infundadas sospechas. En la noche no dejaban de juntarse, el uno al otro con el presentimiento de que alguien rondaba por fuera de la ventana. Así, amanecían después de un coito, recelosos y ambiguos. Ni ella ni él portaban arma alguna. Ni blanca ni de fuego y juego. Pero en detalles, perseguían sus huellas. Hasta que decididamente, ante el martirio, al visaje, el daño. Ella con el cuchillo de cocina en la mano y él con el tenedor de la mesa. Pasado un medio día, juntos se agredieron hasta caer las sombras entrelazadas a sus pies. La sombra de ella cayó de muerte a la derecha. La sombra de él, traspasada de engaño, cayó a la izquierda. Acaso, la sombra de la otra o del otro.
*Escritor colombiano