La marca de Caín
Por Amparo Osorio
Poeta, traductor y crítico literario, Alfredo Fressia, (Montevideo, Uruguay, 1948) es una de las más representativas figuras literarias de su país y el invitado de honor a la apertura del Festival de Literatura de Bogotá organizado por la Fundación Fahrenheit 451 que se inaugurará el 20 de octubre. Exiliado en Brasil, desde los turbulentos años setenta que marcaron un derrotero de pesadumbre por las secuenciales dictaduras uruguayas, en su recorrido por los vastos universos del arte, ha consolidado una significativa obra poética que incluye los títulos: Un esqueleto azul y otra agonía (1973); Clave final (1982); Noticias extranjeras (1984); Destino, Rua Aurora (1986); Cuarenta poemas (1989); Frontera móvil (1977); El futuro/ O futuro (1998) Amores impares (1998) y Veloz eternidad (1999). Especialista en Literaturas Francesas, ha ejercido también esta cátedra en diversas universidades de Brasil. En la actualidad es el Editor general de la Revista mexicana La Otra.
Alguna vez dijiste: “Me exilié en otro exilio”. Pero tu destierro voluntario a Brasil, otra lengua, ¿de qué manera marcó tu existencia literaria?
Es cierto, me exilié en otro exilio en el sentido que nunca me sentí brasileño, a pesar de que me exilié en Brasil, nunca tuve otra “patria”. ¿No existen pueblos sin tierra? Yo soy un uruguayo sin Uruguay, un uruguayo errante. Claro, el tiempo del exilio terminó, hoy en día vuelvo a Uruguay cada vez que quiero y, por otro lado, sé que ocupo un espacio en la cultura brasileña. Lo que digo es aquello de que el exilio tiene comienzo pero no tiene fin. Una vez que uno se va, expulsado, sin poder volver, sobrevive como puede con ese hueco, ese vacío, un corazón que late en negativo. Yo lo viví así, y todo lo que he escrito desde entonces da cuenta de esa ausencia. No es nostalgia, o va más allá de la nostalgia, es como la telaraña de la escritura, que lo recubre todo. Es mi marca de Caín. Después del crimen, Caín es condenado a errar por el mundo —fue el primer exiliado, aunque Adán haya sido el primer expulsado—. ¿Y cuál será la tarea de Caín? Construir ciudades. Todos los exiliados construyen ciudades, las mías fueron hechas de sueños, de papel y tinta. En cuanto a mi vida, la elección de Brasil fue más o menos voluntaria, porque en aquellos años setenta, cuando el Alto Comisariado de Naciones Unidas hubiera podido mandarme a Suecia o a Francia, yo viví un gran amor, brasileño… y ahí entra esa otra telaraña, la de los hechos consumados, o tal vez se llame destino, ¿qué sabrá uno?
Gran parte de tu obra crítica y periodística te ha distinguido como uno de los mayores propulsores de las literaturas uruguayas. Esa constante ¿no es una necesidad de subvertir la ausencia de país?
Hace unos 20 años —desde el retorno de la democracia— que hago crítica de poesía, sobre todo uruguaya desde el suplemento Cultural del diario El País de Montevideo. Sí, es subvertir una ausencia, como también lo es el publicar mis libros mayormente allá. El Uruguay me duele, me interpela, yo divulgo su poesía. Y también he traducido mucha poesía brasileña al español. Hoy en día ese diálogo con el lado luso de América está más desarrollado, pero mira que hace dos o tres décadas me sentía muy solo difundiendo literatura brasileña. Fue un trabajo de hormiga, y por cierto, el Brasil de aquel entonces no era ese Brasil hegemónico de hoy, excesivo, imperial a veces. En todo caso, me gusta ver algunos frutos, bueno, de las semillas culturales que pude plantar.
Es extraño, pero siempre que pensamos en Montevideo, nos asiste una campana que trae ecos de ausencia, voces y nombres de poetas que tuvieron que forjar un destino en distintas latitudes: Supervielle, Laforgue, Isidoro Ducasse, Ángel Rama, Ida Vitale, Juan Carlos Onetti, Martha Canfield… por citar apenas algunos intelectuales uruguayos. Esta percepción es desoladora, más cuando en alguna de tus notas referidas a otros autores leemos: “Abandonados por esa patria cruel que fue el centro de sus vidas y que nada hizo por ellos”…
¿Hablé de esa patria cruel? No me acordaba, pero me gusta, es cierto, las patrias son crueles tantas veces, ¿si fueran matrias serían diferentes? Sí, el Uruguay nada hace por los que vivimos fuera de fronteras. No nos dan siquiera el derecho de votar, somos ciudadanos segregados, de segunda categoría. El año pasado hubo un plebiscito para conceder ese derecho pero la sociedad uruguaya dijo no… Bueno, nada que se compare a la crueldad de la dictadura, que había dividido a los habitantes del país en Ciudadanos A, B y C. Los A eran los “confiables”, y podían ocupar cargos públicos. Los B y los C no, y a los C —y hablo de los que habían tenido la suerte de no ir presos— sólo les quedaba el exilio. Después de la dictadura la segregación se ha vuelto descarada, si vieras las favelas del norte de Montevideo, “asentamientos” las llamamos los uruguayos, es terrible. Era un país con una sólida clase media, que se caracterizaba por cierta equidad, cierta horizontalidad social. Y mira que últimamente hemos tenido gobiernos de izquierda, pero ver ahora tantos niños desamparados vagando por el centro, drogándose, robando en los barrios adinerados, muriendo porque muchos se defienden a balazos, como en el far west, es lamentable… ¿Y cuál es la respuesta? Un proyecto, con serias posibilidades de ser implementado, de reducir la edad de imputabilidad penal, llevarla a los 16 años… Para volver a ese número tan grande de artistas que tuvieron que partir, quería recordar a Onetti, que pidió expresamente que dejaran sus restos en España, que no fuera enterrado en Uruguay. Fue su modo, casi rabioso, de deslindarse, de marcar su rechazo ante la injusticia de la “patria cruel”. En todo caso te transcribo un bello poema de Murilo Mendes, el poeta brasileño (él mismo un exiliado en Italia). Es de 1964:
El Uruguay es un bello país de América del Sur limitado al norte por Lautréamont, al sur por Laforgue, al este por Supevielle. El país no tiene oeste.
Las principales producciones del Uruguay son: Lautréamont, Laforgue, Supervielle.
El Uruguay cuenta tres habitantes: Lautréamont, Laforgue, Supervielle, que forman un gobierno colegiado. Los otros habitantes se encuentran exiliados en Brasil, visto que no se dieron con Lautréamont ni con Laforgue ni con Supervielle.
Tres líneas indisolubles del arte creativo han signado desde siempre tu vida: Poeta, traductor y crítico. Pero ¿qué de fuga puede existir entre la realidad de la poesía y la ficción de la literatura?
Una fuga, o una transfiguración, para hacer el mundo soportable, “vivible”. Huizinga decía que el arte es la nostalgia de una vida más bella. Es un acto de humildad, aceptar que el mundo no siempre es bello, y esto uno lo habrá entendido, por cierto, y es también la magia de transformar lo insoportable, el dolor mismo, y darle una dimensión estética. Ahora, mientras te hablaba del Uruguay de hoy, sentí angustia e impotencia, pero de algún modo, después del poema de Murilo Mendes, que sin embargo menciona ese hueco, esa ausencia uruguaya, me sentí reconfortado. ¿No es esa la función del arte? Dar testimonio y transfigurar.
Abordando el tema de la traducción, lo haces del francés y del portugués hacia el español y a la inversa. ¿Con cuál de estos idiomas sientes que navegas más profundamente los misteriosos ríos de la poesía?
Pessoa decía que su patria era la lengua portuguesa. Yo haría mía su frase y diría que mi patria es la lengua española. Es cierto que he traducido poetas de lengua española al portugués, en Brasil y en Lisboa, pero me siento mucho mejor traduciendo al español. O al “rioplatense”, como fue el caso del Poema sucio de Ferreira Gullar, que salió hace poco en ediciones Corregidor, Buenos Aires, y lo que me pidieron fue una versión en “rioplatense”, diferente de la colombiana, de Editorial Norma, y de la española, que eran las otras traducciones ya existentes.
La Otra, ese generoso proyecto del mexicano José Ángel Leyva y de la cual eres Editor, qué ha representado para ti?
Representa muchísimo. Primero te diría que el propio José Ángel representa muchísimo para mí, en lo personal, es un amigo y fue él quien dio a conocer mi poesía en México. Es un crítico de una gran generosidad, un excelente poeta, es alguien que muchas veces me motiva a escribir. Y su poesía tiene esa cosa del desierto o de las montañas de su Durango natal, aunada a una calidez infinita. La Otra es un proyecto magnífico, es un espacio para todos los poetas, allí no se privilegia ninguna escuela, y siendo una revista mexicana, está abierta a los poetas del continente (y tiene a este uruguayo “transterrado” como editor). Te confieso que yo aprendo con La Otra, y claro, uno siente alegría cada vez que damos a conocer un poeta, o a conocer mejor la poesía de lugares periféricos o poco divulgados. Es la función que nos impusimos.
Cuatro poemas de Alfredo Fressia
EL MIEDO, PADRE
Padre, yo me espanto
de estar preso en mi cuerpo, el condenado
umbral, perfecto, este retorno, padre,
eternamente en viaje y muerto, por las cuatro
estaciones y la suerte
echada de los hombres, los hijos
obedientes de la especie, padre,
los muertos venideros. ¿Quién es
este huésped en mi cuerpo? Estos años,
¿de quién son prisioneros en las venas?
¿Qué hago, padre, con mi espanto
a cuestas, y mis días
en los días implacables de los hombres?
(De Noticias extranjeras, Montevideo: Ediciones del Mirador, 1984)
PLACE DES VOSGES
Futuro era el de antes, el del tiempo de mis quince años. Todas las noches me gasto las suelas de los zapatos caminando hasta la plaza Matriz, y me siento a esperar el futuro. Vení, comprá maníes con chocolate y sentate. Las mujeres que fuman ya me conocen. Yo no, todavía no me conozco. Y tampoco miro a nadie, ni a nada. Como maníes con chocolate. ¿Espera a alguien? Sí, al futuro. Respiro hondo, sentado del lado de la Catedral, de espaldas a la calle Sarandí. Todas las noches, soy asiduo y puntual. Sé que cuando el futuro aparezca, vendrá volando por atrás del Cabildo. Una ráfaga, y yo lo atraparé en mis pulmones y me llevará leve como en un globo, lejos de la plaza. La noche está fresca, llovió de tarde. ¿Y hoy, llegó? No, debe estar atrasado, viene de muy antes. Los maníes con chocolate me pesan como una piedra. Y me miro los zapatos, desamparados.
De El futuro (Lisboa,1998)
ABEL (Inédito)
Juegan los dos niños. Hermano mío
tan exacto será el crimen, a ti
cabrán estas ciudades y los hijos,
y nos reiremos casi mareados
del carrousel. Dimos vuelta a los ríos
del Edén y vimos girar el globo
terrestre en el pupitre, un ecuador
obeso crujía sobre la esfera,
el calambre en la costilla de Adán.
Era como un vértigo, como un viaje
de regreso obediente rumbo al vientre.
Yo rumiaré con gratitud el pasto
de los nacidos para morir. Tú
trazarás con el compás ese círculo
donde otra vez me hundo. Hermano mío,
guardé el borrón de sangre prometida
en los lentos cuadernos de la infancia,
o eran pergaminos, piel mortal, versos.
Sólo quedó la bóveda del cráneo
y esa estrella solitaria. ¿Qué mira?
VIENTO DEL MAR (Inédito)
Está bien, ganó el viento. Ahora digamos
que he caminado por Montevideo
y hoy llego en sueños a la calle Jackson
esquina Durazno, el portal es ciego.
Portal sin puerta para que entre Alfredo,
y a cielo abierto el corredor, me espera
la humedad de una pieza donde puedo
ver la muerte peinando sus muñecas.
Unos en otros se encajan mis huesos
como recuerdos quebradizos, nombres
para tantear, medir si son espectros
Roque y Esther, Graciela, Juan o Jorge.
Está bien, ganó el viento (siempre gana),
no habrá más preguntas al Ubi sunt.
Una gaviota grazna, está extraviada,
y no sé si soy sombra u hombre aún.