Bajo una vigilia que define al poeta en su interioridad permanente, lo abisal y lo cotidiano se postulan en las fusiones de este primer poemario de Luis Felipe González, invitándonos al viaje por su palabra: Al río, a la trampa donde escapan tibias, sosegadas profecías. Así, este Canto árbol nos va llevando por una grata codificación de símbolos que enlazan un yo onírico expresado desde su poema “Confesión”:
Mira que estas manos / imitan el canto de los cuervos, / sacan los ojos, / gimen el deseo, / arrancan de su cuerpo / las raíces del miedo.
…hasta un tú analítico que exalta en “Aceras para adentro” los elementos propios de un desolado paisaje interior que el poeta enfrenta en la catarsis de la palabra desplegada ya sin concesión alguna y bajo la premisa de un tejido de revelación:
Hablo desde mi infinito y soy ahora un juego triste… / el bálsamo de un dios aquejado / en repetir la misma nota, / la eterna canción de mi nombre.
De esta forma continuamos por uno y otro poema, por una y otra inmersión en sus obsesiones subyacentes, para encontrar también exquisitos momentos de rebeldía y cuestionamiento, que a la manera de Derrida parecieran contener los matices de deconstrucción afincados en las postulaciones del filósofo francés, de quien el autor es estudioso ferviente.
¡Qué imago y qué destrozo! ¡qué río es este / que lleva a los bordes del aplomo / al escritor de fantasías! ¡Qué infierno!
Libro de asombro y riesgo que invita a nuevas y múltiples lecturas. Pero quizá –y en ello radica el mayor hallazgo del autor– Canto árbol con una sostenida impronta de despojamiento esencial, hace que de nuevo se restituya nuestra fe en la poesía: Por ello mi salto será contigo / hacia la nada.