Poemario de Esmir Garcés Quiacha
Antes del comienzo era la página en blanco. En su vasto territorio de silencio “el cuervo tiene su propio mundo y no depende de la mano del poeta”. Antes de la página en blanco era el cuervo. ¿Quién fue antes, el cuervo, la página en blanco, el poeta? Con este misterio en la fundación del mundo inicia El otro vuelo del cuervo, libro con el que Esmir Garcés Quiacha (Algeciras, Huila, Colombia, 1969), obtiene el Primer Premio Nacional de Poesía convocado por la Universidad Industrial de Santander –UIS- en 2009.
La intención del poeta no es sorprender al lector con una dilucidación genésica. Al contrario, el libro empieza de la manera más natural, anunciando la creación del mundo poético. Desde el primer texto asistimos a la alta palabra, a la poesía, y la poesía, cuando lo es, conlleva el sobresalto. Es connatural a la poética el misterio, la sorpresa, el encantamiento. El valor de la palabra poética reside en su capacidad de concitación. El estremecimiento del lector ante el poema que le suscita emoción o deleite, es la razón de ser del encuentro. La relación autor-lector tiene su validez en la vaguedad, o si se prefiere, en la polifonía. La poesía que se escribe en esta postmodernidad requiere no ya del canto sino del desencanto, es decir, el esfuerzo. La poesía que exige ahora el lector es aquella capaz de comprometerlo, de incitarlo al peligro. Si reconocemos que el poema es abismo, al lector lo que le agrada es ése vacío, ésa posibilidad de caída. Caer aquí es ser. Y en éste ser se configura la complicidad del lector con el poeta. Y es ésta complicidad sostenida la que renueva la lectura, la que propicia la relectura. Cuando el poeta y el lector se vuelven uno en el vacío, sobreviene la salvación. La salvación del mundo.
El mundo poético de Garcés Quiacha en este libro está asistido del vuelo. Pero, ¿por qué el cuervo y no la paloma, el águila o el cóndor? Diríamos que en el cuervo prevalecen varias condiciones para que sea motivo poético, no sólo de nuestro invitado, sino también de Edgar Allan Poe, Ted Hugues, Juan Manuel Roca o Andrés Matías. Estás son su especial inteligencia, la envergadura de sus alas, que pueden llegar al metro en pleno vuelo, su gusto por los brillantes y las gemas, su capacidad de imitar sonidos humanos, su condición de carroñero, y toda una mitología universal al rededor de su imagen.
El primer vuelo del cuervo sucede en el mundo real. El segundo vuelo del cuervo acaece en el poema: El cuervo agita sus alas / para advertirnos que el mundo comienza / en el aire. En este decir poético reside el fondo, la sustancia del libro. El ser está hecho de aire y se debe al aire. El aire es la vida. Sólo en la caída se halla la salvación, porque la caída es el contacto con el aire que propicia el vuelo, que da la vida. La vida está en el poema: Con el pájaro llega el día, noticia de bosques cercanos. Trae en sus entrañas el rocío de su canto y el vuelo fugaz de una estrella.
No sé si sea lugar común decir que la vida se sustenta en el amor. Dios creó al hombre a partir de su pensamiento amoroso. Tal vez para los escépticos esta afirmación sólo sea un despropósito. Pero el cuervo del poeta Esmir, parece corroborar mi aserto: Cuervo dijo: “Vuela”, y abrí los brazos, / y el viento movió mis alas. Cuervo dijo: / “Grazna”, y mi boca expidió un horrible /sonido. Cuervo dijo: “Ilumina los ojos”, / y mis pupilas se volvieron ruedas de / fuego. Cuervo dijo: “Ama”, y aprendí a / despedirme de la muerte.”
El cuervo ocupa un lugar importante en nuestra cotidianidad, habita en nuestro hogar y clava cada día sus garras en nuestros hombros, tal vez recordándonos su presencia, o corrigiendo cada una de las mil perversiones que nos deleitan. Así, hemos construido jaulas a nuestra conciencia: “Todas las noches dibujo una jaula distinta, línea tras línea, barrote tras barrote” (…) Me ha parecido difícil que los cuervos vuelen en ella.” Aprisionamos al cuervo. A veces, en momentos de lucidez y paz, la jaula permanece vacía, y sin embargo, anota el poeta, “Esto no la exime de seguirse llamando prisión.” Prisión-poema-vacío, acaso culpa, o Ego como en el cuervo de Hugues, la palabra es el vuelo desde la infancia, en un hacer intacto colmado de memoria, o al menos de línea, su trazo invisible en el tiempo del poeta y del hombre, que comprende el universo desde el ocaso hasta el espejo y del río hasta el fuego. Todo lo cubre esta gramática. El lenguaje se vuelve magia en la voz oscura o diáfana de Garcés Quiacha. El extrañamiento es milagro en donde la verosimilitud se puebla de bella fantasía, de rotunda fluidez transportadora. Estaxis del silencio. Porque la palabra contenida en este libro posee una destilación y una decantación a prueba de ave, de ala o de sueño. ¿Por qué, entonces, construirle jaula a este pájaro mítico, agorero y perverso? ¿Cómo detener su hechizo en este ahora de difusionismo estéril, en este aquí donde pululan los bien llamados poetas sin poema, sin palabra, sin vuelo?
“Una mano entrega el pájaro, la otra recibe una moneda.”
La poesía es evocación y también magia del instante. Garcés Quiacha armoniza en este libro las dos virtudes de tal forma que nos presenta un pequeño bestiario urbano. El poeta traslada a la ciudad un pedazo de su tierra con todo y gallo y tigre y murciélago y lobo y pájaro y río y árboles. Asistimos entonces embelesados al poder convocador de la palabra. El apartamento del poeta, en el piso diez de algún edificio del centro, a salvo del barullo, se vuelve el lugar del reencuentro. La mesa echa raíces y en su follaje se esconde el cuervo. Y el tigre, que un instante antes, -léase poema antes- asoma por la ventana con sus rayas de sol, de manera insólita, convive allí con el cuervo. Y cuando llueve, el cuervo oculta su vuelo y el tigre se interna en el florero. Este ejercicio de transportación tiene sentido más allá de la magia verbal del poeta, de la alta calidad de su palabra, de sus imágenes frescas que renuevan lo sentidos. La poesía de Esmir Garcés Quiacha es parábola o alegoría que oculta un yo poético inquieto por el devenir, por la conciencia espiritual y existencial del ser, en la paradoja vivencial del hombre postmoderno: “Algo agoniza en cada paso que damos, / en una ciudad donde gritan una piedra, / un perro, una hoja. Una daga lanzada / desde la muchedumbre viaja a lo largo / de la noche. El hilo se rompe y abandona / la madeja como los pájaros lo hacen de / las ramas, pero la ciudad, como un dios, / inventa sus propias batallas, sus propios / verdugos, sus propios heridos.”
El otro vuelo del cuervo de Esmir Garcés Quiacha se sitúa dentro de la poética nacional en Colombia. El premio de la Universidad Industrial de Santander (UIS) lo convalida, pero más que el premio hay que acudir a su real valía, a su decantada y misteriosa palabra, a sus imágenes sencillas pero cargadas de significación vital y estética. Las raíces de la mesa en el apartamento del poeta, su follaje, son las raíces que pueblan la interioridad del ser que es Esmir, que somos todos. El Huila, “Tierra de Promisión”, tiene en este autor la continuidad de una tradición hecha de verde, de río, de suelo. Su libro anterior “Todos los ríos”, convoca el agua incesante del tiempo, contrariando el aforismo de Heráclito al decir categóricamente: “Todo iniciado se sumerge dos veces en el agua” (…) Hay una generación de poetas del Huila que se nutre de la savia de Rivera, pero también del paisaje evocador de Arturo. El árbol, el pájaro, el río de la Magdalena, el de las Amazonas, Todos los ríos, sus afluentes espirituales; los ríos de Correa Losada, el “Árbol puro del río” de González Martínez, Aniquirona y Regreso a Shuaima, de Morales Chavarro, los bosques y el “Paisaje con relámpago” de Rivera Monje.
En este grupo de poetas de la tierra, el bosque y el agua, resalta ahora Garcés Quiacha, una voz que conjunta las raíces con el vuelo, hace de la pesadez y de la levedad un solo verso, alquimia de silencios, de milagros, de aciertos metafísicos, de oscuras reflexiones, de paneos de visionario a un paisaje de sangre y alegría, de denuncia estremecida, de alto vuelo. Profunda y estremecedora palabra, que anhela el país dejado en la piedra de la infancia: Puliré esta piedra hasta hallarle su punta / de luz, tan dura como el metal. Una piedra / para filosofar estos tiempos, muy / similares a los granos de arena. Una / piedra para la miseria de los días. Afuera / la lluvia es otra, el país es otro.