Después de afianzar su universo de ficción con la interesante y algo macabra novela Hábitos nocturnos, Alfonso Carvajal, conocido periodista y crítico de libros, regresa a escena con un volumen de cuentos de titulo sugestivo: Pequeños crímenes de amor, donde nos encontramos con la obsesiva y escrutadora mirada del voyeur, el deslumbrado y, por lo tanto, metódico visitante de la otredad y sus encarnaciones; hay en estas páginas, como en el anterior artilugio, cierto tufillo de refinada perversión, emparentado con las creaciones de grandes afectos a la “belleza del abismo”, como Buñuel, Arrabal, Sade, Polanski y, por supuesto, el enfermizo Baudelaire, tan estimado por el autor.
En la novela iniciática, Carvajal nos paseó con una ligereza admirable, desvergonzada y simpática, por el averno del padre Saldarriaga, un curioso sacerdote –tan inteligente y agudo como para suponerlo jesuita-, alternativamente prendado de Dios y de la cocaína, de las más afiebradas inquisiciones ontológicas y de frecuentes, escabrosas “salidas a terreno” en la ciudad de Bogotá, urbe que lo deslumbra y tienta con su innúmera colección de antifaces y su vocación de transformista inaprehensible. En el año de su aparición, esta novela llamó la atención por estar al margen y ser una notable excepción a la regla del juego imperante en la narrativa colombiana modelo-2000, sustrayéndose de lo sicarial, de lo sórdido y manidamente sociológico, de lo porno-miserable, lo forzadamente cosmopolita o lo postizamente kisch, pop y cinematográfico, vetas ansiosamente explotadas por la gran mayoría de los autores novísimos, esos muchachos “post-literarios” que ya no ambicionan el Nobel sino el Oscar. Hábitos nocturnos es una novela verbal -si se permite la redundacia digna de Carroll-, o mejor dicho una creación que recibe su recompensa, su magma esencial y su aliento, de una hiper consciencia de la palabra y su venenosa densidad, y que logra erigir con su alquimia una metáfora y una fantasmagoría alrededor de lo que nos acosa, vulnera y asfixia en la ridícula opereta de la cotidianeidad.
El tomo recién aparecido consta de diez y seis narraciones que dan cuenta, desde un friso de voces –algunas muy verosímiles, otras un tanto absurdas-- del arduo cruce de caminos entre la realidad y el deseo, entre la hambruna del cuerpo y la sed del espíritu, entre lo táctil y lo cerebral, lo verista y lo maravilloso, lo grotesco y lo lírico.
Carvajal ha logrado entregarnos unas pequeñas iluminaciones citadinas a las que se podría tildar de amenas, usando esta palabra con el donaire original, y sin la connotación de divertimento mediocre que adquirió con el tiempo y el maltrato de la domesticidad. Hay aquí una ciudad opresora y fascinante, una Bogotá vivida pero también imaginada, soñada, calumniada y deleitosamente erotizada, un monstruo sanguíneo y opíparo, a la manera de la Alejandría de Durrell, que pierde a sus hijos más disímiles: lustrabotas del parque de los periodistas, visitantes honoríficas de los hospitales psiquiátricos, lectores de las grandes bibliotecas, noctámbulos que desorientan su desgarramiento en los lupanares, grises oficinistas, mujeres dedicadas al deseo y la literatura, prostitutas y bacanes del arrabal, psicoanalistas rendidos ante las fijaciones de sus pacientes, extranjeros fascinados con las excepciones de esta región insensata.
Dos cuentos del libro sobresalen por su cruel y relampagueante hermosura: “El ángel inmolado” y “El ciego”. Diríase que ambos son homenajes secretos y guiños traviesos a las obras de grandes maestros de la literatura, en este caso a George Trakl y Jorge Luis Borges.
La fuga, el desencuentro y la memoria parecen lo único que les queda a los seres que atraviesan el volumen de cuentos, después de comprobar que el amor y el erotismo no pasan de ser, como tantas otras cosas, un teatro de sombras chinescas, un engaño al final del cual solo queda la neblina…
Alfonso Carvajal. Pequeños crímenes de amor. Ediciones B. 127 pgs.