En la Antigua Guatemala


Por Carlos Fajardo Fajardo*
La siguiente crónica hace parte del libro inédito La ciudad del poeta.
“Guatemala, cuando aspiro tu refajo de bosques, cuando hundo en tu huipil de pájaro mi cabeza de tormentas, me anega tu aliento de maíz y volcán, tu espina aguda de picaflor”. Fueron las palabras que el poeta Luís Cardoza y Aragón, en su ya mítico libro Guatemala: las líneas de su mano, nos regaló como presagio de lo que íbamos a encontrar en esa verde, milenaria tierra. Guatemala de bosque y de volcanes; Guatemala de río y de colores danzando en los telares; Guatemala indígena, con su pobreza y hambre de siglos. Cuando entramos a Panajachel el cielo se volvió uno solo con la tierra: había nacido frente a nuestros ojos el Lago Atitlán, un azul poderoso rodeado de pueblos y volcanes. Recogimiento y respeto ante este tótem de agua, tan rico de mitologías antiguas y de sangrientas historias, tan sacro para los indígenas cakchiqueles, esos mayas silenciosos, con los colores del quetzal en sus huipiles, dignos y resistentes a todo sufrimiento.
En el barco Josefina recorrimos el lago, aquella tierra volcánica de fuertes soles: Santiago de Atitlán, San Pedro la Laguna, San Antonio Palopó, pueblos zutuhiles y cakchiqueles anclados a la orilla del agua, hoy transformados en bazares para turistas, los cuales, la mayoría de las veces, ignoran la plenitud ancestral, la riqueza y la pobreza, esa tragedia que se presenta ante sus párpados. Estos pueblos, con su huipil de luz y sus idiomas Kaqchikel y Tz’utujil, han soportado la furia terrestre, el despertar de dos gigantes por milenios dormidos: el volcán San Pedro y el Atitlán. “En Guatemala ¿dónde ir que no tiemble?” nos dice al oído el poeta Cardoza y Aragón. Pueblos, fortalezas naturales, al filo de los barrancos.
Acompañados por la seductora voz del poeta entramos a los mercados. En ellos se observan pequeñas mujeres “de oscura lava, de obsidiana”, con tocados de cinta en su cabeza, y una melodía de verdes, azules, amarillos y morados que establece en sus cuerpos una florecida danza. Allí el poeta Cardoza y Aragón se detuvo: “Guatemala, dijo, es color, bullicio de mercado y olor de mercado. Comidas, flores, frutos, verdura y multitud. El mercado zumba de aroma, voces y colores”. Sí, le dijimos, he aquí una perpetua orgía de colores que adornan la vitalidad del día. Paradójica situación: en medio de este esplendor, la miseria de siglos destiñe esos encendidos telares.
Desde hace algunos años Panajachel, como también otros pueblos circunvecinos, está inundado por moto-carros de tres ruedas, traídos de la India, los cuales son utilizados como taxis. Se les llama Tuc-tuc y son objetos exóticos para la horda de turistas. Existen casi 260 en Panajachel. Ello rompe la quietud de las jornadas, destroza el silencio proveniente del lago. Tuc-Tuc, exóticos trofeos para los que sufren del síndrome de consumo; compradores hechizados por este arco iris exhibido en seductoras tiendas. Al verlos, nuestro poeta lanzó esta lúcida sentencia: “Mi tierra no es una tierra exótica. Es una tierra matinal cuyo hechizo más hondo radica en las creaciones y expresiones históricas populares, más allá de cualquiera evolución pintoresca. El color, aquí, es inevitable… Lo que tenemos por popular son obras espontáneas del genio popular de indígenas oprimidos y explotados, creándolas y repitiéndolas para sí mismos o para reducido público turista o nacional, extraño al sentimiento, condiciones, necesidades y gustos de quienes las crean”. 
Es así que en Chichicastenango, en la blanca iglesia de Santo Tomás, alrededor  de rituales religiosos y en sus empinados peldaños, se sientan tantos turistas como indígenas. El humo de los incensarios los envuelve y los turistas activan rápido sus cámaras deseando perpetuar estos rituales de antiquísimas plegarias. Demasiado sincretismo religioso aquí se observa: mitos indígenas, supersticiones, rezos cristianos envueltos en aguardiente, humo y velas. Pero en algunas casas del pueblo las iglesias protestantes se han constituido en una alternativa, síntoma quizá de protesta y rebeldía ante el dios católico y esperanza en el dios evangelista.
Luego, en Antigua nos envolvió la nostalgia y la memoria de nuestro poeta: “Estoy recordando mi tierra…Quiero recordar mi tierra en la retorcida enredadera, en las flores azules del quiebracajete, en la pelirroja bugambilia, en el papagayo o el perro con calzones verdes del mísero circo ambulante. Quiero recordarla en el desfile procesional de las chiquillas endomingadas en la plaza del pueblo”. Nubia y yo lo miramos. Al ver nuestra admiración, nos dejó fascinados con estas palabras: “La tierra es eso: la infancia, los ruidos, los olores, el humo de la leña de la cocina, la respiración casi canto de la molendera arrodillada sobre la piedra, el rumor eterno, familiar de la fuente”.Estábamos en Antigua, su ciudad natal, donde “el crepúsculo es naranja, morado y amarillo”. Con él la recorrimos enamorados, creando el mundo por primera vez.
Verde es Antigua, custodiada por grandes volcanes: uno de Agua, otro de Fuego, y uno más de sonoro nombre. Acatenango. Desde su plaza central el Volcán de Agua divisamos. “Ombligo guatemalteco, mirador de los dioses primeros”. Pero, al caminar la ciudad, observamos cómo la han convertido en sitio de esparcimiento para turistas gringos y europeos. Cafés, bares, almacenes, restaurantes, donde, más que en la ciudad de los volcanes, se siente que estás en un bar de Berlín o Liverpool. Así va el mundo global. Fusiona  lo ancestral con la nube de la opulenta mercadería. Muy pocos de estos turistas te conocen poeta Cardoza y Aragón. No saben con qué pasión, amor, dolor y agradecimiento cifraste y entendiste a Guatemala. Tampoco aquí tus paisanos –sólo algunos- han escuchado tu nombre.  Un modesto, diría muy pobre homenaje en la Casa de la Cultura, no es digno de tu corpulenta obra. De las escasas librerías de la ciudad, apenas en una pudimos dar contigo. Cómo ignoran tus libros en este bazar de viajeros multitudinarios. Sin embargo, la magia en estas tierras del quetzal perdura, con sus híbridos y primitivos colores bajo tropicales nubes.
Hoy el Volcán de Agua está dormido y el de Fuego despierta todos los días de sus cortas siestas, para lanzar unas cuantas bocanadas de humo en la tranquilidad de la tarde. En la noche, en un hotel de Antigua, al leer el mágico libro de Cardoza y Aragón, nos familiarizamos con su voz, enternecidos de amistad por sus contundentes imágenes: “Esta es mi Guatemala. Verde colibrí reluciente. Donde nunca se retorna, porque nunca partimos”.
 
*Poeta y ensayista colombiano