El adorable O. HENRY


Su nombre verdadero era William Sidney Porter pero la historia de la literatura,  su patria secreta y el oasis que le salvara de la aridez y la rudeza de una vida infestada de trágicos accidentes, quiere recordarlo con el nombre de un gato, un pequeño persa que habitaba un vetusto y muy sajón caserón neoyorkino.  En efecto, este maestro del relato corto tomó su seudónimo de plácida mascota felina.
O. Henry nació en Carolina del norte el 11 de septiembre de 1862, lo que parece significativo, tomando en cuenta que se trata de la misma fecha de la caída de Salvador Allende en Chile y –lo que es más curioso si recordamos que la Gran Manzana fue el escenario de sus mejores ficciones- y también de los apocalípticos hechos de las Torres gemelas.
Fue escritor pero también farmaceuta y banquero. Tuvo una vida aciaga, a la que pretendió engañar o soliviantar mediante el consumo insensato de whisky: fue modesto trabajador en algunas fábricas y grandes bodegas de su estado, fungió como  trazador de planos de la General Land Ofice y terminó convertido en uno de los casi autómatas cajeros del Firs National Bank, donde se le señaló dramáticamente como malversador de fondos, lo que le llevó a la cárcel por algo más de cuatro años. Además, la primera de las dos hijas que trajo al mundo murió muy niña y su primera esposa lo abandonó a los dos años.
El periodismo y el relato breve fueron quizá la compensación a todos aquellos desastres. Fundó una revista –hecho también curioso- con un nombre que profetizaba grandes eventos culturales norteamericanos: The Rolling Stones. Escribía para mantenerse y llegó a ser una de las estrellas semanales del New York Wold.
Sus cuentos, que durante mucho tiempo estuvieron desperdigados en revistas, periódicos y pequeños volúmenes de escasa circulación, hoy se encuentran juiciosamente compilados en dos tomos. Allí encontramos esa prestidigitación extrema, esa finura en el retrato de seres insignificantes pero singularísimos, esa gracia y esa desbordada imaginación que le convirtieron en el gran maestro, reconocido por artistas de la talla de Salinger, Hemigway, Flanery, Oconors, John Fante, Jack Kerouack o el malogrado Raymond Carver.
Murió de cirrosis en junio de 1910 llevando apenas diez centavos de dólar en el bolsillo y en su nombre se creó el premio O Henry, ganado por muchas de las hoy luminarias de la literatura norteamericana. El siguiente cuento fue vindicado por Jorge Luis Borges como una pieza perfecta.   

EL SUEÑO
La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
-Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
-Muy bien, Carpani -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
-Así me gusta -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que…
Nota del Editor
Aquí, en medio de una frase, "El sueño" quedó interrumpido por la muerte del autor O. Henry. Se conoce, sin embargo, el final:
Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.