Por Iván Beltrán Castillo
Conocí hace muchos años en la ciudad de Medellín a una mujer que dormía de una manera sublime. Uno sospechaba durante sus interludios oníricos, que ella era como una doncella raptada por fuerzas imprevisibles y se encontraba tan ajena y desprendida como la constelación más remota de toda la galaxia. Aunque, por supuesto, aquella no era su cualidad única y estar a su lado resultaba festivo, observarla, viajando por las praderas del sueño, era un acontecimiento feliz y un hecho estético capaz de superarlo todo, de manera que yo dilapidaba las horas en el éxtasis contemplativo, y siempre salía de la experiencia tocado por una fuerza y una animosidad poco usuales. La escena debía ser algo más que curiosa, y tal vez, de haberme visto en situación, aquellos que me trataban habrían juzgado que la hora anunciada de mi ingreso al hospital psiquiátrico había, felizmente, llegado. Aquellas secuencias parecían bañadas por una aureola cinematográfica y recordaban de algún modo a los hombres de una antigua secta gnóstica que, una vez comprometidos en matrimonio, como un acto de sublime adoración, dormían durante largas y predeciblemente tensas semanas, en el mismo recinto que su futura cónyuge, pero debajo de la cama, tirados como perros guardianes en una tosca estera, y con la expresa prohibición de ni tan siquiera rozarla.
Paula, como se llamaba la inolvidable y ya perdida amiga, no tenía demasiada consciencia de la deidad totémica en que se transformaba cuando dormía, y, la verdad sea dicha, en las horas de la convención y el academicismo diurno, era bastante más que común, y todos se habrían burlado si les confieso que derrochaba buena parte de nuestras noches, algunas mañanas y fragantes mediodías, sentado en una silla cercana a su cama, mirándola dormir con una mezcla de humildad comedida y solapada envidia. Y más increíble les habría parecido si les confieso que este ejercicio de contemplación no acostumbraba a desembocar en las danzas caníbales que enseñorean al cuerpo, porque el espectáculo era en sí mismo una consumación, un alimento precioso para el eros visual, un fin y no un recurso del deseo.
Una vez, después de pensarlo mucho, y temeroso de que comunicarle su belleza y su portento cuando estaba dormida, arruinara el arte funámbulo de Paula, le inquirí por el mundo de sus visiones nocturnas. Ella me miró fijamente y me dijo: “Ah sí, sueño mucho, muchísimo, todo el tiempo… ¡soy como una fábrica de historias o una bodega de antiguas películas…! ¡y me encanta! ¡pero lo mejor de todo son las pesadillas… ¡Que cosa tan adorable! ¡Que transparencia y que sinceridad! ¡Que regalo de la providencia!, las amo con toda mi alma y no podría estar cuerda sin ellas…”
Por entonces, yo me relacionaba más de lo conveniente con personas estrambóticas que hacían, risueñas, para espasmo y anatema de los ortodoxos, vindicaciones de la muerte, de la bancarrota, la drogadicción, la homosexualidad, la promiscuidad orgiástica o el alcoholismo, pero esta nueva herejía me era desconocida y me atraía más que las antes referidas. Nunca, hasta ese momento se me habría pasado por la cabeza la posibilidad de gozar el canon de la pesadilla, penetrar con excitación lasciva en sus vastos pasadizos o, muchísimo menos aún, implorar su visita antes de cerrar los ojos en la noche. Sin embargo, estaba a punto de un valioso descubrimiento y llegaría a encontrarle a esta infinita imaginería el signo positivo, asociándola con placeres terrenos como el amor, el sexo, la fiesta, la ebriedad, la lectura, la culinaria o el humor.
Nunca pude olvidar las sentencias de Paula, su convencimiento de que la pesadilla juega un papel bienhechor en nuestra vida, y de que subsidiarla con nuestro entusiasmo y vitorearla instintivamente es de un linaje superior. Desde entonces, cada noche, mientras una excitación inenarrable de la más auténtica estirpe voyerista, alza sus tiendas de campaña en mi curiosa psiquis, le ruego a los hipotéticos dioses que, una vez arribado al laberinto, me regalen la providencia, el goce y el sabor tónico de la pesadilla. Entiéndaseme bien, no hablo de los sueños en general, aunque estos también me resultan surtidores de inesperados placeres y vivencias únicas, sino de esas fugaces y al mismo tiempo indelebles piezas de arte –las pesadillas– que activan en nosotros el sagrado e innombrable temblor inicial, anterior a la consciencia, la cultura, las convenciones, los decálogos, las jerarquías y los vetos, y que alientan las más genuinas y poéticas visiones de que tengamos noticia, así la mayor parte de ellas se escenifique en el mismísimo averno.
Poco después de que la bella soñadora había partido para siempre, y tal vez para llenar los feroces espacios que abre la ausencia, me puse en la tarea de amistarme con mis pesadillas. Por esos días, de manera harto azarosa y como llamativa coincidencia, cayó en mis manos uno de los libros más hermosos e injustamente olvidados de André Bretón, Los vasos comunicantes, donde el zar del surrealismo narra sus experiencias y las de muchos otros filósofos y artistas en la conducción de sus sueños, especialmente aquellos terroríficos y llenos de maléfico donaire. Abordé la lectura de aquel material precioso con la febrilidad y el júbilo con el que los jóvenes impúberes tripulan las novelas obscenas o las revistas del espasmódico credo pornográfico. Me hice ducho en pesadillas, doctor en atroces visiones y crípticas simbologías.
Lentamente, con la majestad del aprendiz que va adquiriendo los tesoros de un arte inasible me hice “lucido soñador” y piloteé a mi gusto y capricho, cada vez que se me obsequiaba una florida pesadilla, el entramado y los pormenores de estas finísimas y siempre sorprendentes joyas psíquicas, estas deslumbrantes construcciones dramáticas. A la vuelta de unos años podía volar, antojadizo, por encima de guerras babilónicas o paisajes apocalípticos, suicidarme, colmado de dicha, lanzándome de balcones y terrazas ubicados en construcciones que besaban el cielo; asistí con morbosa ternura a mis varios entierros y cremaciones; restituí la vida a grandes dictadores y sangrientos guerreros; me enfrenté, con delicioso escalofrío, a los sitios y los seres más temidos de mi agridulce infancia y visité las ruinas quejumbrosas de mi propia ciudad. Hacer el inventario general de las pesadillas en las que he tomado parte ya no como simple muñeco de guiñol del inconsciente sino como curtido dramaturgo sería largo, polícromo e industrioso, pero mis limitados recursos verbales deberían ser, para el cumplimiento de la fastuosa tarea, forzados hasta extremos inconcebibles, manchando este trabajo de innecesaria pedantería.
Pero no imaginen los legos e inexpertos que la cosa es fácil y que la pesadilla manejada a voluntad puede abrazarse fácilmente. Se trata de un verdadero apostolado, una profesión preciosista y un oficio de iniciados y, para empezar, hay que manejar algunos recursos del más arduo linaje.
El sueño corriente es blanco, mientras que la pesadilla, frecuentemente su contradictora, tiene los colores violentos de nuestra verdad profunda y tempestuosa, metódicamente enmascarada. En El mundo como voluntad y como representación el delicioso y muy saludable pesimista Arturo Schopenhauer postula que: “La vida y los ensueños son hojas de un mismo libro. Su lectura de conjunto se llama vida real. Pero las horas de lectura habitual –el día– terminan y las de descanso han llegado; nos dedicamos a hojear sin orden ni concierto aquí y allá; a menudo tropezamos con una página ya leída otras veces, o con una desconocida, pero siempre del mismo libro. Claro está que una hoja leída aisladamente no puede ofrecer una lectura congruente; Sin embargo, esto no ha de sorprender, si se tiene en cuenta que también nuestra vida es una hoja suelta en el libro del universo…”
Pues bien, los pasajes trágicos, wagnerianos, borrascosos, bíblicos y sublimes son las pesadillas, mientras que los otros sueños constituyen apenas el repertorio de operetas, vodeviles, sainetes, melodramas y comedias ligeras, argumento que explicará en parte esta romántica vindicación del género pesadillesco… pero no pretendo en modo alguno degradar el prestigio de los sueños menores. Y aquí recuerdo una convincente certeza de la dulce Paula: “El que tiene pesadillas es un inepto y un mediocre… las fuerzas omnipotentes de la sabia tragedia operan en ellas de una manera cabal y finísima. En la pesadilla Todo absolutamente es metáfora punzante, parábola gigantesca y re-descubrimiento de la esencia original del ser hombres…”
Paula lo había aprendido en sus sueños peores, que en realidad eran los excelsos, yo la seguí en su dogma fantástico para poder agregar: La pesadilla es al mismo tiempo insurrección contra la dictadura de la lógica, revelación de los más oscuros frutos de la identidad, idilio con el infierno y airada protesta contra aquellas circunstancias de la vida que, conjuntadas, disparan nuestro confuso y perpetuo malestar. Ella remplaza con imágenes –frecuentemente atroces, totémicas y sanguinarias a la manera de los poemas y los mitos- aquellos círculos de la realidad que no podemos verbalizar, que escapan al consuelo y la palabra de la razón y a los engaños del intelecto. También, y por sobre todo, la pesadilla es un género de la literatura, altamente democrático pues no existe ser alguno que frente a ella no sea un grande, talentoso, sagaz, imaginativo y alucinado autor, un Shakespeare o un Dante en estado germinal, un todopoderoso en la etapa larvaria, un hacedor de prodigios inconscientes.
No vaya a creerse, a pesar de la lucidez de lo acotado anteriormente, que lo que digo aquí guarda para nada el prodigio de lo virginal; estas certezas no son nada nuevo en realidad y muchos los de los más grandes hacedores de imaginación nos informan al respecto, siempre abrazados por idéntica perplejidad: Thomas de Quincey y Coleridge, Edgar Allan poe y Jorge Luis Borges, Sigmund Freud y Carl Gustave Jung se pronunciaron bellamente al respecto. ¿En qué dosis, pregunto yo ahora, nuestras noches son ocupadas por los sueños blancos o quedan al arbitrio de la pesadilla? ¿Por qué recordamos de manera harto más vívida a las últimas, olvidando o desechando la mayor parte de las secuencias de los primeros? ¿Qué tienen las pesadillas de más humano y trascendente para elevarse, triunfales, sobre los sueños blancos?
La realidad es irrisoria y las pesadillas soportan el peso oneroso de sus cimientos, a veces son sinfónicas, desmesuradas, multitudinarias como montajes complicadísimos o super producciones fílmicas, y en otras ocasiones resultan desgarradamente íntimas como una pieza de Strinberg o una sonata de Schubert cargada de admoniciones.
Como la pensaba acertadamente Paula, la pesadilla nos garantiza la cordura. Alguien decía que la locura estaba emparentada con la falta de sueño, y que los orates no son otra cosa que soñadores obsesos a lo que se les pega un sueño en la vigilia. Asombra en la pesadilla el comercio, intercambio o bricolaje entre lo paradisiaco y lo intolerable, entre la vida y la muerte, entre el edén y el averno.
Para las personas como el que esto escribe, o como la hermosa Paula, lastradas de irrealidad, dominadas por fuerzas excepcionales a las que no se puede traducir en beneficios ni compensaciones cotidianas, la pesadilla es una gran bendición y el reflejo deslumbrante de muchas de las intuiciones que acostumbran fustigarnos con su misterioso esplendor. La pesadilla emplaza a su erizado benefactor a mirarse con arrojo, agachado ante el precipicio, con la misma sinceridad con que deben hacerlo los grandes poetas o cuentistas, los autores de catedrales de ficción, los postuladores de nuevas realidades o de viejas y urgentes pasiones desdeñadas, y también con el valiente sesgo que requieren las actitudes extremas, el posicionamiento en el límite: Con algo de lo que tienen aquellos a los que, a falta de mejores nombres, llamamos santos, héroes, mártires, iconoclastas o blasfemos.
La pesadilla es paradójicamente el “despertar” de la fuerzas primordiales, una sinfonía de imágenes que parten de nuestro arraigado y primoroso don para la incomprensión y en cierta medida se parecen a las inmensas obras de arte que se niegan sistemáticamente a ser asidas y a las que, por lo mismo, tememos y rechazamos con frecuencia, quedándonos, como pírrica compensación, con las creaciones dóciles que se entregan a nosotros con la laxitud y facilidad de una mujer aburridoramente disoluta; creo que fue Marcel Proust el que dijo que solamente le interesaban las novelas que no entendía. Aquello que se teme en demasía –y esto toca primordialmente a las pesadillas- representa en el fondo algo valiosísimo, grave, sustancial, y siempre adquiere para nosotros la fisonomía de un mensaje cifrado.
Recuerdo ahora a Paula despertando de un ardoroso círculo nocturno y diciendo: “la pesadilla es el único recurso para embellecer las distintas agresiones ocurridas en diversos tiempos y lugares; ella revuelve y mezcla en una sola, poderosa sustancia de apariencia tóxica, todas las vulneraciones de que nuestro transcurrir ha sido objeto. Así todos cuando trasegamos sus feudos tenemos permiso para alucinar, para trasgredir las reglas, para matar o ser matados…” Y luego me refierió lo que había “soñado minutos antes: “Tuve la peor de las pesadillas… soñé que no soñaba… ¡Casi me vuelvo loca!”