Publicamos una ficción inédita del colombiano Sneider Saavedra, donde la fuerza narrativa y la escritura colmada de acentos y provocaciones, rememora los altos momentos de la literatura norteamericana de mediados de siglo XX, cuando cultores como Kerouac y Bukowski iniciaron su rebelión literaria de desmesurada influencia en nuestro medio.
Carecer de convicciones respecto
a los hombres y a uno mismo:
tal es la elevada enseñanza de la prostitución,
academia ambulante de lucidez,
al margen de la sociedad, como la filosofía.
E.M. Cioran, Breviario de podredumbre
Bettina era sentimental, ¡quién lo creyera! La penúltima noche que nos encontramos lloró, no sé si por emoción o presentimiento, pues el revólver ya estaba cargado y bien guardadito en la guantera de mi camioneta.
Bajándole a la velocidad, la gloria de la Catorce brilló en ventanas y retrovisores: sangre caliente hasta en el color de las bombillas, pasarela de entrepiernas disponibles en encajes de a centímetro, señales de humo dirigiendo los cuerpos de la clientela a medialuz.
Los merengues los oímos luego, cuando le ordené al Juaco que orillara en Sexappeal para ver a Bettina y su espectáculo de amor. Ella –dentadura pálida e incompleta, hembra muerta aunque el carnaval de su cuerpo jurara lo contrario– agradeció mi visita como de costumbre, en especie y sin futuros. Contoneó su figura y me arrimó su aliento hasta lamerme la piel. Luego puso los jadeos y los gritos. Minutos más tarde, ocultando mi alegría (mi única alegría veinticuatro horas a la redonda) escapé de la escena planchándome con las manos la ropa, con la cabeza gacha y los lentes oscuros, por si acaso.
La verdad, no sé por qué me escabullía. Supongo que no estaba bien que un tipo como yo se juntara con Bettina, que se encariñara con una de su especie, pero ni el agüita de manzana ni los cigarrillos podían tanto contra mi insomnio como mi terapia de las buenas noches: las teticas de perra de la Rocío, los sollozos inocentes de Leidicita, la mil veces virgen, para terminar escupiendo mis culpas sobre el regazo de Bettina.
Eso, lo repito, en las buenas noches. Las que se hacían interminables en cobros o entregas, las pasadas por balas, se perdían sobre mi sillón contando billetes o curando heridas, o a las afueras de la ciudad desechando muñecos que definitivamente no quisieron colaborar con la causa. Ese era mi trabajo: cerrar tratos con la mano y sonriente y luego escabullirme vivo, más vivo que antes, más vivo que nunca entre las balas. También poner precio a las cabezas, los silencios y los gritos. Es más, de ahí provenía mi gusto por la Catorce, pues aunque todos los hombres tienen su precio – y esos pesos sobrepasan a leguas sus pálidas existencias – las prostitutas y demás seres sin alma que habitan esa calle llevan su tiquete al descubierto, dispuestos a dar la muerte o el placer, y esa trasparencia los hace ejemplos de la única dignidad posible entre la gente. ¿No es cierto que todos tenemos una etiqueta puesta por otro más vivo y las putas sólo aciertan en dejarlo a la vista de todos, sin pudor?
Por supuesto, Bettina sobrepasaba esos límites. Sin importarle el ardor de su vidita, sin pensarse, se entregaba a cualquier transeúnte y no esperaba algo a cambio. Su amor no tenía barreras y esa última noche lo demostró. Llegó a mi casa con su sigilo habitual, de muerta. Supongo que no había conseguido un amante para sosegar la calentura de turno. Tampoco había esperado al que le decía “Perrita linda”, antes de deslizarse a un cuarto en busca de la fingida combustión.
Lejos de allí, a mil en mi camioneta, yo acariciaba mi revólver convencido del ajuste de un pendiente. ¡Mierda! ¿Quién iba a saber que el Torcido tenía un gemelo? Sí, acepto que me pareció sospechoso que el pendejo no tuviera un solo pájaro encima después de lo que me había hecho, pero yo nunca busco explicaciones y de una le vacié el tambor enterito mientras me carcajeaba: “Güevón, creyó que quedaría tan sano después de lo que me hizo”. Luego volar a la camioneta, guardar el revólver y hacer que el Juaco hundiera el acelerador hasta el fondo; seguros del deber cumplido.
Pero nos equivocábamos, y ese error desencadenó los siguientes. Llegué a mi casa y me sorprendió Bettina envolviéndome en el carnaval de su cuerpo. La lluvia se anunció en relámpagos que como disparos tatuaron el crepúsculo mientras nuestras almas (porque ella tenía alma a pesar de todas las pruebas en su contra) se dedicaron a ejercitar la felicidad. Todo configuró la tragedia: esa alegría arrebatada a rasguños, las ráfagas de lluvia sobre el ventanal, los ojos de Bettina, la inexplicable ausencia del Juaco, la Rata o Mariño en el frente de vigilancia y, en definitiva, las sombras que se colaron por el balcón sin darnos cuenta.
Fueron los jadeos de Bettina los que no me dejaron oír el crujido de las cerraduras ni el estallido de los vidrios. Fue su cuerpo vibrando sobre mi pecho lo que no me dejó pistear los hombres que irrumpieron por puertas y ventanales. ¡Mierda! Qué sorpresa fue ver al Torcido convertido en trece hombres bien armados. ¡Vivo y frente a mí!. Lo repito, aún me lo repito: ¡Quién putas iba a saber que el Torcido tenía un gemelo!
La orden no fue de muerte, nada de favores. Un disparo en cada pierna para dar paso a las macanas. Luego rodar por las escaleras y sentir el ardor en los pulmones, el aire convertido en sangre. Inmóvil, reventado, contemplé el fin: Bettina no soportó el crujido de mis huesos ni las burlas sobre los dos y se arrojó sobre ellos (como arma la rabia). Dos plomazos la alcanzaron en el aire.
A Bettina la mataron. Yo aparecí entre estas cuatro paredes como uno más de estos aparatos que me mantienen “vivo”, dicen los médicos que me ven deseosos de que yo no muera, pues saben que los tipos como yo a punta de caprichos mantenemos viva la ciudad. Ahora permito que sus estúpidos rostros, apilados entre calvicies prematuras, gafas y agenditas digitales donde dibujan mi agonía, contemplen la muerte de un mito. Ellos se sorprenden entre dientes: “Todo lo que ha hecho, todo lo que tiene... ¡y con sólo diecinueve!”. La verdad preferiría escuchar, pues la cercanía de la muerte pone trampas de melancolía y ternuras maternales, “con sólo diecinueve... ¡y se nos muere!” y que en ésta, seguramente mi última escena, brillara una lágrima sobre algún rostro (preferiblemente de mujer) (preferiblemente de mujer bella y, si la hay, de buen corazón) que redimiera mis indelicadezas de coser cuerpos a plomo, encajar cuchillos por la espalda, comprar conciencias y cadáveres, robar a quienes sonreía; en definitiva, sobrevivir de otros, ser más vivo.
Lo que más duele es que haya sido una perra callejera la que buscó defenderme. Cómo olvidar a Bettina: yo le tiraba trozos de pan y ella movía su esponjosa cola mientras se tragaba todo.
Sneider Saavedra Rey. Nació en Villavicencio, Colombia, en 1984. Licenciado en Humanidades, Español y Lenguas extranjeras de la Universidad Pedagógica Nacional, y Magíster en Educación de la misma universidad. Su participación en el concurso regional de cuento convocado por la corporación cultural Entreletras en su ciudad natal en el año 2000, le hizo merecedor de participar en el Taller Permanente de escritores del Meta. En el ámbito de la crítica literaria ha publicado Magia y carnavalización como búsqueda de la identidad latinoamericana en “En Chimá nace un santo” de Manuel Zapata Olivella y Postsueño americano. Acercamiento crítico a “Nevermore alone” de Germán Pinzón.