El ensayista y narrador caldense, José Chalarca (Manizales, 1941), aborda aquí otra de las perversiones del consumismo: el haber elegido como género único y excluyente al más reciente y agónico de todas las invectivas literarias: la novela. Publicamos su perspectiva radical para incentivar esta polémica que cada cierto tiempo y en todas las latitudes se renueva con sus infaltables visiones apocalípticas.
Por José Chalarca
En este pedazo de mundo globalizado en el que nos ha tocado vivir por obra y gracia de los medios y de la industria del entretenimiento toda la literatura se ha reducido al género de la novela. Vivimos su implacable dictadura. Fuera de ella no existe nada que merezca ninguna consideración. La poesía, el cuento, el ensayo, el teatro, la oratoria y el género epistolar han sido proscritos.
Pero esta novela que se tomó el poder en la república de las letras, no es la que crearon y propusieron los grandes cultores del género en las distintas épocas de su historia que logró su mayor esplendor en el siglo XIX con las creaciones de Balzac, Proust, Dostoievski, Tolstoi y sus grandes epígonos del siglo XX, Joyce con su Ulises, Musil con El hombre sin atributos, Elías Canneti con su Auto de fe; John Dos Pasos, William Faulkner y John Updike con su saga del Conejo Angstrom; Sartre con La náusea, Camus con La Peste, Manuel Mujica Laínez con su Bomarzo, Carlos Fuentes con La muerte de Artemio Cruz, Juan Rulfo con su Pedro Páramo, Julio Cortázar con su Rayuela, Germán Espinosa con La Tejedora de Coronas…
La novela que ejerce hoy su poder despótico generosamente alimentada por la publicidad, los falaces concursos con premios multimillonarios, la industria de la superficialidad orientada a producir una población ensimismada que no perciba el hecho de que están acabando con sus principios, su buen gusto, sus valores, su capacidad de fabulación y de fantasía, negando su derecho a soñar, es una novela que solo toca la epidermis, que toma la realidad tal y cual es y la maquilla para que se acomode bien a las exigencias de las cámaras, y que no va más allá de grotescos desnudamientos que anulan la imaginación y destruyen el erotismo.
Es una novela en la que no prima la ficción, ni se cuestiona o propone, sino una calcomanía de la realidad más vulgar y pedestre, del crimen organizado y la vida desorganizada que convoca los instintos primarios para que pueda adaptarse al cine o a la televisión. Su éxito no proviene de los valores genuinos del género sino de su desempeño en la pasarela y del producido económico de la edición impresa y los montajes para la televisión.
Hay que poner fin a este imperio del mal gusto y la banalidad; es necesario rescatar el verdadero humanismo que le devuelva la dignidad a nuestra condición existencial para que el hombre no desaparezca en cualquier esquina de este mundo cada día más pequeño y más hostil a la vida.