Con el alma en la boca

Por José Chalarca
 Publicamos para todos los con-fabulados el cuento precursor de aquella literatura que degenerara posteriormente en lo que han llamado “narco-literatura”, escrito por José Chalarca en 1990. El autor, narrador, ensayista y pintor, nacido en Manizales, Colombia, en 1941, ha publicado cuatro libros de cuentos: Color de hormiga (1973), El contador de cuentos (1980), Las muertes de Caín (1993) y Trilogio (2001); tres de ensayo: El oficio de preguntar (1983), Maguerite Yourcenar o la profundidad (1987) y La escritura como pasión (1996). Es autor de dos obras para niños: Diario de una infancia (1984) y Aventuras ilustradas del café (1989).
“Con el alma en la boca” es un relato de gran intensidad narrativa, donde la literatura de sicarios encuentra una de sus más notables realizaciones.

Los periódicos dirán que fui un monstruo. Que mi maldad no ha tenido ni tendrá igual. Que fui perverso,  diabólico, engen­dro maldito de los poderes satánicos.
Son ellos o soy yo. He sido preparado largamente para este momento; nada se descuidó. El aeropuerto está lleno; hay hombres, mujeres y niños. Ninguno tiene absolutamente nada que ver con el trabajito que me ha traído aquí, pero eso no debe interferir. Estoy más allá de cualquier sentimentalismo. Seguramente muchos caerán cuando yo abanique mi ametralladora frente al mancito. Pero no me importa; no debe importarme, no existen para mí así como yo no existo para ellos.
Si muero y esto es el noventa y nueve por ciento de las posibi­lidades, los policías, los servicios de inteli­gencia del ejército, de todos los cuerpos que ha creado el Estado para hacer caminar la justicia, se abalanzarán sobre mis huellas para investigar mi vida hasta en los más secretos detalles. Todos mis actos serán puestos al descubierto y los periodistas y las gentes de toda clase meterán sus narices en mi existencia por curiosidad, para aterrarse o para conmoverse, para encontrar causas, para aventurar razones, emitir juicios, formular hipótesis, absolver o condenar.
Yo en mi condición de victimario, seré proscrito, mi cuerpo sin vida terminará lleno de los agujeros innumerables dejados por las balas disparadas por los escoltas del hombre, quedaré tendido en el duro piso de granito, expuesto a la mirada de los curiosos y luego de la autopsia permaneceré sobre una mesa de la morgue a la espera de que alguien me reclame para darme sepultura. Para mí serán todos los madrazos y todos los insultos, para el mandril el honor y la gloria.
Debiera estarme agradecido, yo soy la mano del destino que le dará tránsito a la inmortalidad de héroe.
Apenas tengo veintiún años. Creo que soy muy joven y que aún me quedan cosas por vivir, que el futuro pudiera depararme todavía sorpresas agradables. Pero no. Para mi el futuro es ahora y el pasado es la carne podrida sobre la que clavarán sus garras los policías y los curiosos para separar hebra por hebra y dejar al descubierto hasta sus más escondidas tramas.
Buscarán a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos y les preguntarán una y otra vez; les harán decir muchas veces lo que hablaron conmigo, lo que conocieron de mis aventuras y mis andan­zas; combinarán relatos y relaciones, tramarán testimonios, urdirán argumentos, les harán decir lo que no han dicho, testi­moniar lo que no vieron hasta conseguir una historia que tenga la truculencia suficiente para calmar los escrúpulos de las gentes de bien, escandalizadas por la vileza indecible de mi acción.
Es posible que haya vivido demasiado rápido; que haya acumu­lado experiencia; que la cantidad y la calidad de las vivencias le hayan dado a mi vida un matiz de falsa inten­sidad. Pero seguramente así tuvo que ser.
No exagero si digo que lo he probado todo, que nada me es desconocido. Fui un niño corriente, levantado en un hogar humilde donde las privaciones que acompañan la pobreza son el pan de todos los días. Pero no éramos miserables. Estábamos  en esa posición que permite apreciar el valor de las carencias, estable­cer equiparaciones con lo que tienen los otros, y percibir con más refinamiento las injusticias de la fortuna.
Iba a la escuela como todos los muchachos del vecindario y jugaba fútbol y escuchaba las transmisiones radiales de las pruebas ciclísticas. Era un muchacho como todos con la misma  capacidad de goce de cualquiera de los hijos del vecindario, pero con un gusanito en el alma que me decía: tú no puedes quedarte en lo mismo, tienes que buscar otras salidas, tú no eres del montón; estás llamado a distinguirte, a realizar cosas que se  salen de lo común. Desde siempre me gustaron las emociones fuertes. Los juegos corrientes y molientes me dejaban indiferente; si en esa época hubiera tenido revólver no estaría hoy aquí, con mi ametralladora Ingram bien asida y dispuesta para vaciar todo su cargador sobre el sujeto de gafas que se parezca a la foto que tengo en el bolsillo del saco.
Por ese apetito desmesurado de aventura fue por el que me vi metido en el asalto a la panadería del barrio.  Riesgo inútil, nos expusimos a ser baleados y ni siquiera pan había por ser un viernes santo.
Sí, empecé muy rápido. A los doce años estaba metiendo marihuana a lo loco; como al cabo de cierto tiempo me hacía tanto efecto como el tabaco, le di a la coca. ¡Ah! fueron días fantásticos al principio pero luego los efectos empezaron a disminuir y yo a buscar drogas más duras. Fui de los primeros experimentadores del bazuco; pero este vicio también me dejó vacío al poco tiempo. Sobre todo porque el deseo es insaciable y la desazón que acarrea la falta es terrible y angustiosa y yo no le camino a la pena o al displacer.
Casi parejamente con la droga llegué al juego. Primero apuestas simples y juegos corrientes, después la ruleta, el póker, los dados. Puedo decir que no hay juego que no haya juga­do. Creo que soy jugador por esencia y que disfruto al máximo las emociones que depara el azar; también que de todas las pasiones accesibles al corazón humano, la del juego las dejó atrás a todas. El juego y el sexo es lo que mantengo hasta ahora, y es juego lo que me tiene aquí en este aeropuerto internacional, bien afirmado sobre mis piernas para sostener la ametralladora y hacer blanco efectivo.
Sí, he ido muy rápido y he hecho de todo, porque hay que hacerle a todo cuando se trata de conseguir la plata.  Eso sí, nada de trabajo, de ese trabajo vulgar que copa las veinticuatro horas del día de las personas y sólo reporta centavos. No. Trabajos duros, riesgosos por cifras de dinero que valgan la pena y justifiquen el peligro que se corre. Una vez, por darle gusto a los viejos, a la familia, estuve de mensajero en un almacén de abarrotes. Me tocaba llevar los pedidos que las señoras hacían por teléfono o dejaban pagos para que yo los arrimara después hasta sus casas, en bicicleta.
Los viejos, mis viejos tal vez creyeron que ya me habían organizado, que ya sentaría cabeza y que posiblemente habían asegurado mi futuro. Hasta me dijeron un día lo de aprovechar la  bicicleta y alcanzar el estrellato. Que así habían empezado todos los ciclistas que lograron fama y dinero: ahí estaban “Cochise” Rodríguez, Fabio Parra, Lucho Herrera. Que no era más que seguir el ejemplo. Pobres viejos. Se morirán de viejos y de pendejos.
Fue en la tienda donde descubrí el sexo. Primero la señora, en una ausencia del marido, me llevó al segundo piso del almacén donde tenían las habitaciones y me inició en las acrobacias amatorias. Fue un encuentro desprovisto del menor encanto: la mujer tenía los senos caídos, la cintura y las caderas llenas de estrías y grasa. Hubo un momento en que me sentí haciendo el amor con mi mamá y por poco salgo corriendo así empelota como estaba.
Después fue el señor, mi patrón. Una noche de viernes luego de un día agitado y casi media botella de aguardiente, me arrinconó en la trastienda. Yo me dejé hacer, más por curiosidad  que por placer. Ya sabía como era la cosa gracias a los comenta­rios de los compañeros de colegio, pero no había tenido ninguna experiencia física en ese sentido. Estaba dispuesto a todo pero perdí el interés cuando miré la verga flácida del vejete.
No duré los dos meses trabajando y volví a mis andanzas. Sí, de verdad que he ido rápido.
Palpo los contornos fríos de la ametralladora que mantengo bien disimulada bajo el saco y vuelvo a verme acribillado y leo en la imaginación los titulares de los periódicos sensacionalis­tas luego de las primeras pesquisas sobre mi vida: “maniático del crimen y del sexo el antisocial dado de baja en el vil aten­tado contra” ...como se llame mi hombrecito. Bueno no me importa su nombre. Lo único que cuenta es la efectividad de mis disparos.
Cómo me gustaría ver la cara de envidia de esos periodistas y de la gente que quiere curiosear en mi vida por gozar siquiera una ínfima parte de lo que he gozado yo.
Yo y mi novia, mi Marcia; ella catorce, yo dieciséis. Nos vimos y nos gustamos y en la primera cita nos fuimos a la cama. Era el medio día pleno, sus  padres habían salido y la casa fue toda para nosotros. Nos quedamos en una sala con marquesina. Se quitó rápido el vestido y los rayos de sol que se filtraban por los vidrios del techo arrancaban destellos de los finísimos vellos dorados que tapizaban su piel. Sus tetas pequeñitas apenas se distinguían en su torso. Su vulva, casi sin pelos, aparecía como una boca distendida por la sonrisa.
Nos acariciamos temerosos como si nuestros cuerpos fueran de porcelana o estuvieran recién pintados. Mi verga entró en ella sin preámbulos y mi lengua recogió con delicadeza las lágrimas de su desfloramiento.
Cuando nos conocimos mejor y descubrimos por nuestra cuenta las posibilidades ancestrales de los cuerpos para darse placer, teníamos entonces largas sesiones de sexo que en vez de saciarnos aguzaban nuestros sentidos para ensayar otros estadios de la pasión.
Cada uno vivía en su casa y para estar a solas aprovechábamos las ausencias de nuestras respectivas familias. Cuando hacía un trabajito bueno, tenía entonces para pagar una o dos semanas de hotel. Fueron unas escapadas preciosas. Aunque éramos sólo un par de culicagaos, nadie se atrevía a decirnos nada: ni en mi casa porque ya conocían mi genio ni en la de ella porque en el vecindario y en todo Medallo tenía el prestigio de  ser la peor caspa.
Fue entonces cuando hice caso de la invitación que me habían hecho unos manes para trabajar para ellos y cobrar en grande. Sabían que a mí no se me arrugaba para nada, que tenía cojones y podía llegar lejos.
Había que recibir entrenamiento. Nada fácil; la disciplina era de lo más templado: ejercicios gimnásticos para conseguir estado físico, defensa personal, manejo de todo tipo de armas, conducción de vehículos.
Pronto fui motorista consumado, perito en las más arriesgadas acrobacias, el mejor para disparar cualquier arma desde la par­rilla y algunas desde el manubrio. No fallaba tiro. Nunca supe de dónde saqué tanta habilidad, un pulso tan firme, un ojo tan certero.
Con el primer trabajito para mi nueva patota me hice a una  Honda 5OO “enduro” y a Ever. Yo no soy marica, ni soy cacorro pero lo cierto es que el muchachito me gustó desde el momento en que lo vi.
Yo pasaba frente al Calazans en mi poderosa; él estaba en la acera con un grupo de sus compañeros. Sentí un corrientazo cuando mis ojos se cruzaron con los suyos amarillos en los que se pinta­ban la envidia por mi moto y el asombro por mi forma de manejar. Seguro me veía como a un dios.
Llevaba una camisa de franela verde menta, un pantalón “Girbaud” y calzaba unas botas “Reebook” de grandes lengüetas. Lo invité a subir a la parrilla y accedió de inmediato sin oponer ningún reparo.
Arranqué hacia la autopista sur, donde pudiera desarrollar toda la velocidad y la potencia de mi Honda. Los brazos de Ever se aferraron a mi cintura y de inmediato me puse arrecho. Me  invadió un deseo irrefrenable de besarlo, de acariciar todo su cuerpo. Sin mediar palabra alguna sentí que identificaba mi emoción y respondía pegando más su cuerpo al mío y descansando su cabeza sobre mi hombro.
En tácito acuerdo fuimos a la Residencia donde acostumbraba llegar con Marcia, al cuarto lleno de luz que siempre nos daban.
Dejé que él se desnudara primero y admiré extasiado cada tramo de su cuerpo que iba dejando al descubierto. Era todavía un niño pero ya estaba formado; apenas tenía unos pocos pelos sobre el pubis y el pene parecía recién salido del capullo.
Nos acariciamos mutuamente. Unimos nuestros labios y nues­tras vergas ansiosos y como si llevásemos siglos haciendo lo mismo me ofreció sus ancas de contextura firme. Penetré su carne estrecha y percibí un sabor áspero y agradable, en todo distinto al sabor de las entrañas cálidas de Marcia. Seguí adelante, sin hacer caso a sus gritos de dolor o de placer (¡quien lo sabe!) hasta lograr el orgasmo al que llegué en el momento mismo que Ever.
Me atacó luego la curiosidad por sentir lo que sentían Marcia y Ever cuando yo los penetraba y me ofrecí a los embates del sexo impúber de mi sardino y a fe mía que lo disfruté y lo sigo disfrutando en grande.
Que mano de pendejos los que se privan de los goces que ofrece la vida porque los condenan las religiones, las sociedades o las leyes. No cabe otro mandamiento que el de gozar mientras estemos vivos; aun del dolor. Creo que el máximo de la sabiduría está en hallar placer hasta en el más extremo padecimiento.
¡Maldita sea! tanto recuerdo pendejo me está excitando. Ya la verga se me puso tiesa como un riel. Tengo una parola del putas. Lo peor de todo es que no volveré con Marcia y con Ever hasta dentro de quince días... si me va bien. Carajo, marico que soy. Nada puede distraerme. Debo estar con las pilas puestas, no bajar la guardia ni por una décima de segundo. Este es el trabajo más delicado que me han encomendado y el mejor pagado.
Pero es que no logro sentirme bien con esta pinta, me parece muy boleta... gafas oscuras, corbata, saco cruzado. Parezco un mafioso de película. Y lo peor de todo es que estoy a pie. O será que tengo miedo y estoy buscando excusas. No, miedo no. Yo soy un man teso ya probado en la faena. El primer hombrecito que me cargué me produjo el efecto de mi primera traba, pero un vómito en el que casi boto hasta el entresijo me curó. Los que he ido quebrando después como que me afirman el pulso y refinan mi gusto por la vida. He caído con cada uno de ellos. Ellos y yo hemos ido ciegos al encuentro con la muerte, sólo que yo no me he topado con la bala de la que soy blanco y vuelvo a abrir los ojos a la vida como si naciera. ¡No sé hasta cuándo me alcance la suerte!
Tal vez por eso soy como soy, me mantengo con el alma en la boca, temeroso y pilo, para no dar el tropezón que me la haga escupir.
Cómo quisiera acabar esto de una vez. Pero no debo alterar el plan, sino seguir al pie de la letra las instrucciones. Lo de la letra es apenas un decir, jamás se nos dan órdenes por escri­to, todo es de palabra. Así yo vea el man que me toca debo esper­ar la señal de mi compañero que está al frente.
¡Severa pinta la de ese pelao!  Se parece a mi Ever,  ¡que va! ¡él es más bello! Cómo le sienta de bien ese morado del buzo y el pantalón ceñido y los tenis, si, son unos “Convers”. El niño quería unos de esos;  ah, pero es que a mí no me gusta mucho ese combinado. Qué bello es, cómo camina; se cree el rey del mundo. La belleza me estremece.
Si salgo de esta compraré un apartamento. Ya no más hoteles ni residencias. Me iré a vivir con Marcia, con Ever y con el bebé. Me acostaré con los dos y me embriagaré de sus cuerpos. Si la gente no pensara y dijera tanta babosada, es más, si no limi­tara su existencia a eso que piensa y dice, viviría mejor.
¿Por qué negarse lo que el cuerpo pide? Fuera todo freno; que se prohíba prohibir. Y un carro, para salir a pasear... los cuatro!
Muchos creen que el amor es sólo culiar; yo no. Además de eso es pensar en todo momento en los seres que se aman, querer su bienestar, su salud, su alegría; que estén bien vestidos, que no sufran. Por eso yo lo he previsto absolutamente todo.
Si no quedo vivo, alguien de la banda los buscará a Mar­cia, a Ever y al bebé y los matará sin que sufran. Nadie se acostará con mi Marcia ni con mi Ever. Ellos son míos, están cosidos a mi corazón como otra piel. Y no sólo por eso, es que yo no soy tan hijueputa para dejarlos expuestos a los interrogatori­os de la policía, a la maldita curiosidad de los periodistas que no desaprovecharán palabra suya ni ángulo fotográfico para construir historias amañadas con qué alimentar el morbo de la opinión pública. No, ellos se irán conmigo.
La hora es. No sé cómo me vaya. Es la primera vez que traba­jo de pie, siempre lo había hecho desde la parrilla de la quinien­tos y a toda marcha. Tengo la verga parada, firme como el cañón de la ametralladora y apuntando. No estoy seguro de que las otras veces hubiera sido así... no... pero los calzoncillos estaban después mojados de semen. Ahí está el hombre y allá la señal del camarada... ese otro que se arrima no estaba en los planes... que lleve del bulto por metido... fuegoooooo.