Por José Chalarca*
A partir de la sentencia de una Corte de Justicia de los Estados Unidos que condenó a la Iglesia a indemnizar económicamente a las supuestas víctimas de abusos sexuales cometidos por clérigos de su diócesis, se regó como pólvora por los vientos torrenciales de los medios de comunicación, una conflagración que amenaza no solo a la institución eclesial católica sino a la cultura occidental toda de la que el cristianismo es fundamento esencial.
Ante el torrente de denuncias por pedofilia que involucra sacerdotes y obispos católicos de los cuatro puntos cardinales del globo se han suscitado todo tipo de especulaciones y vulgares consejas. Unas apuntan a buscar razones a las que achacar las causas del fenómeno; otras a condenar sin piedad a los supuestos culpables y a demandar del organismo que les da cobijo la reparación, no moral ni física de los posibles daños sufridos por los afectados, sino pecuniaria como si un puñado de dólares bastara para curar el trauma psíquico, les devolviera la inexperiencia sexual o les hiciera superar el problema psicológico que el acceso no consentido a su intimidad generó en el libre desarrollo de su personalidad.
Dentro de los procesos judiciales en los que se juzga a los transgresores, en la mayoría de los casos como reos ausentes u otros ya fallecidos y con base en las pruebas aducidas por la supuesta víctima demandante, se han violentado los códigos y pretermitido los términos. Hasta el momento, ninguno de los procesados ha sido sorprendido en flagrancia y se dicta sentencia condenatoria sobre infracciones ocurridas veinte o treinta años atrás, circunstancia que impide cualquier tipo de verificación o examen médico legal que constate el acceso carnal violento o consentido en suposición de que por tratarse de una persona al servicio de la religión no constituye falta o pecado.
Se han pretermitido, además de los términos, las más elementales instancias probatorias y se ha condenado a pagar, no al sujeto que abusó del demandante cuando era niño, sino a la institución eclesial de la que hacía parte como sacerdote.
Lo que más sorprende en este evento es que hasta ahora nadie ha cuestionado a fondo sobre la legalidad y la justicia de las sanciones y las autoridades eclesiásticas han pagado sumas multimillonarias sin interponer ningún recurso, ni haya se conformado un grupo de abogados especializados para encontrarle salidas razonables al problema.
Algunos atribuyen la práctica de la pedofilia a la disciplina del celibato, a la veda del ejercicio de la sexualidad o a la castidad antinatural impuesta como virtud obligatoria para el desempeño de la acción pastoral, lo que podría explicar en parte los hechos pero no justificar el escándalo ni los excesos del aparato judicial.
Pienso que uno de los grandes culpables de este fenómeno y de su calificación perniciosa es la satanización del sexo que se presenta como la fuente única de todo mal, instancia que ha establecido el absurdo de que lo deseable y bueno es la abstinencia sexual que lleva a la mal llamada virtud de la castidad, contra lo normal que es la práctica del sexo cuya arista placentera es la recompensa y el incentivo para la procreación que implica la onerosa tarea de la crianza y educación de los hijos.
También a la ignorancia culpable de la sexualidad infantil presente casi desde el momento mismo del inicio de la gestación y que es elemento esencial del ser humano desde ahí hasta su muerte.
En esa cacaería de brujas que se ha emprendido contra el sexo no demora en aparecer el inquisidor que declare punible el placer que conlleva la etapa de la lactancia tanto para el infante que succiona como para la hembra que amamanta, que ilustra a la perfección una de esas madonas que pintó Leonel Góngora en la que con su mano libre juega con el pequeño sexo del lactante. La mirada morbosa de un pacato vería de inmediato en esa representación gráfica un acto de pedofilia y condenaría al pintor por idealizar con su cuadro una conducta inmoral, drásticamente condenable.
A mi juicio el problema ha sido muy mal manejado pues desde el primer momento ha debido ponerse en manos de un grupo de abogados de la mayor calificación para que lo estudiaran y luego lo manejaran en los estrados judiciales. Por ese mal manejo y una vez se le puso precio a la infracción, las salidas son cada día más difíciles porque en la lucha por la plata cabe todo. Y una vez se consigue un monto de dinero se estimula el apetito por la riqueza fácil que es insaciable.
Para colmo la jerarquía eclesiástica ha procedido de error en error. Salidas legales y sociales tiene que haberlas para congelar de la mejor manera la amenaza que se cierne para una institución como la iglesia de tanta significancia para la cultura del mundo.
Una de ellas sería la despenalización del sexo, liberar su ejercicio de su condición de pecado y devolverle su estrato de actividad tan natural y necesaria para el goce de una vida normal como la de alimentarse o realizar las prácticas de higiene para gozar de buena salud.
Y, sobre todo, dejar claro que el dinero no restaura virginidades perdidas ni cura inocencias ofendidas.
*Narrador y ensayista colombiano