Literatura y superstición


Por José Luis Díaz-Granados*
Es posible que la mayoría de las criaturas humanas alimenten en lo profundo de su ser alguna superstición, pero quizás por su extrema sensibilidad o por su familiaridad con las diversas dimensiones de la realidad ficticia, sean los artistas quienes se vean más dominados por las rarezas y extravagancias de su propia mente.
Hay escritores que suelen confesar estas pequeñas o grandes manías. Otros no, pero son descubiertos por quienes los rodean. Cuentan que a Víctor Hugo le traía buena suerte el escribir en las madrugadas mientras era contemplado desde la habitación contigua por su joven y bella esposa.
Para escribir sus novelas, Alejandro Dumas, padre, necesitaba tener a su disposición un cerro de papeles en blanco, un frasco de tinta negra destapado y la pluma con la cual llenaba luego docenas de cuartillas, concentrado y silencioso. Su gata, entretanto, dormitaba sobre el escritorio a un lado de los papeles. Pero cuando el autor de El conde de Montecristo hacía una pausa y suspendía la novela para escribir una carta a alguna novia secreta, la gata hacía un exquisito ademán felino y regaba sobre la misiva el contenido del tintero.
Gustavo Flaubert buscaba siempre vivir en una habitación con cinco ventanas y en un piso alto. “Hacia cualquier lado que dirija la mirada, decía, sólo veo el cielo universal”.
Dante Alighieri sentía verdadera obsesión por el número 3, comenzando por su propia vida, que comprende tres etapas fundamentales: la de carácter cortés y trovadoresco, la de su “dolce stil nuovo” y la de activa participación política que lo lleva al destierro. Escribe su monumental Commedia en tres partes, en las que narra un fosforescente viaje por los tres reinos de ultratumba, integrado por tercetos que al final de cada canto suman siempre múltiplos de tres. El portentoso poema está inundado de simbologías y alusiones religiosas a la cabalística cifra.
En el catálogo de los escritores supersticiosos es infaltable Gabriel García Márquez, pues él mismo ha declarado en múltiples ocasiones sus adicciones y sus desapegos. Por ejemplo, Gabo cree a pies puntillas que hay personas, objetos y actitudes que producen “pava” (o mala suerte, en Venezuela y Colombia). Si alguien nombra a una persona “pavosa” se daña la reunión. Objetos y ademanes “pavosos”, según el fabulista de Macondo, son las flores artificiales, las plumas del pavorreal, las estudiantinas, los trajes de frac, fumar mientras se está desnudo y hacer el amor con las medias puestas.
Por su parte, el novelista venezolano Rómulo Gallegos, perfeccionista obsesivo, podía repetir veinte veces una misma página si en una de ellas tenía lugar un error mecanográfico.
James Joyce dictaba en Trieste clases de inglés a una elegante dama italiana, lo cual le proporcionaba ingresos económicos que le aliviaban su penosa situación familiar. Sin embargo, una tarde la señora suspendió las lecciones cuando descubrió que al término de ellas, el escritor bajaba las escaleras deslizándose por el pasamanos.
Joyce no sólo tenía esas manías inofensivas de niño: también solía usar anillos en todos los dedos de sus manos para conjurar el infortunio y estaba convencido que los griegos le traían buena suerte.
Al respecto, siempre trataba de conocer gente de Grecia y sin que éstos se dieran cuenta, les extraía vivencias y aventuras que luego él recreaba en sus narraciones. Y bueno, su Ulises es la epopeya homérica trasladada a Dublín y acontecida en dieciséis horas. Este libro le cambió radicalmente su vida, y por supuesto, la suerte.
Nunca ha podido saberse por qué Jonathan Swift, el celebrado autor de Los viajes de Gulliver, gustaba vestir totalmente de negro el día de su cumpleaños, ni por qué quienes han intentado escribir una biografía de Honorato de Balzac han muerto antes de concluirla.
Hay escritores que sólo cumplen con su vocación los lunes, miércoles y viernes; otros lo hacen los martes, jueves y sábados. Otros, sólo publican libros en años pares (o impares). Borges contaba de un autor mendocino cuyos personajes tenían nombres de seis letras, como Oulopo, etc. Y otros que escriben sólo usando la vocal a o alguna otra.
Juan Ramón Jiménez confesaba que odiaba las consonantes x y g y se dio el lujo de confundir a los académicos y a los puristas publicando libros como Poemas mágicos y dolientes y Segunda Antolojía. Si en alguna publicación el corrector les colocaba la ortografía, el hipersensible autor de Platero y yo se recluía durante varios días en su estancia privada temeroso de que algo malo le pudiese ocurrir.
En fin, son manías y fantasmas personalísimos que nadie hasta el momento ha podido explicar a cabalidad. Lo importante en este caso no es la superstición sino el fruto literario. Si tener frente a sí una rosa amarilla cada mañana al comenzar a escribir, trae buena suerte, bienvenida sea. Seguramente hay hombres y mujeres que han querido escribir y no han descubierto aún qué talismán es el que estimula el noble oficio y entonces, como el personaje de Melville, se han quedado con todos los fantasmas ocultos y en lugar de escribir “han preferido no hacerlo” y seguramente no lo harán jamás.
*Escritor colombiano