La Hiroshima que llevamos dentro


Por Sandra Morales Muñoz*

Kenzaburo Oe
Kenzaburo Ôe, una de las mentes más lúcidas y críticas del Japón del siglo XX, hacia 1963 sospechaba el advenimiento de un nuevo e inquietante humanismo en su libro, Notas de Hiroshima. A propósito de su viaje a esa ciudad, devastada por la bomba atómica en agosto de 1945, Ôe cuenta los testimonios de las víctimas de la radioactividad y, a través de ellos, hace un balance crítico a veintidós años de uno de los actos más atroces cometidos por el hombre en el siglo pasado. Las palabras del Nobel japonés no pueden dejar de repercutir en quienes lo han leído porque hoy la amenaza nuclear de nuevo, aunque por diferentes motivos y en otras condiciones, tienen en vilo a toda la población japonesa. Parecemos estar enfrentando un elemento, ahora utilizado para producir energía con fines claramente pacíficos, que nos pone ante una disyuntiva aún más temible que la de entonces: el mantenimiento del bienestar, de la vida, a costa de la amenaza de un potencial y conocido agente capaz de perturbar el entorno natural, incluida la existencia del hombre.
Traduzco un fragmento de Notas de Hiroshima en donde la reflexión del autor no puede dejar de sorprender y horrorizar:
“La población (de Hiroshima al momento en que cayó la bomba) no se empeñó en hacerle entender a quienes arrasaron su ciudad, que la habían reducido enteramente al estado de una enorme y terrible cámara de gas, no se preocuparon por hacer saber qué abominable atrocidad habían cometido en ese lugar. No, la gente de Hiroshima desde el fin del bombardeo, empezó a luchar para reponerse de la catástrofe. Evidentemente, su fortaleza les permitió ganar esa batalla, pero esos esfuerzos contribuyeron también a aligerar la carga que pesaba sobre la conciencia de sus agresores. Esos esfuerzos siguieron durante veinte años, y continúan aún hoy. (...) Esto es lo que revela, una vez más, una confianza en las fuerzas humanas (...) Confianza en las fuerzas del enemigo al que se le va a propinar un golpe atroz, confianza del lobo en las facultades que tendrá el cordero, sobre el cual se va a lanzar, de reponerse por sí mismo de la agresión. He ahí la visión de pesadilla absolutamente aterradora que me persigue en lo concerniente al humanismo. Sin embargo, no pienso que se trate de un simple fantasma personal (...)”.
“Pero ¿podemos imaginar algo más aterrador, más grotesco que la concepción negligente de los dirigentes políticos, persuadidos de que el ser humano, incluso precipitado al lodazal más infecto, llegará siempre de una u otra forma, a salir airoso, solo?. ¿Hay un humanismo más abyecto que ése?”
“No conozco muy bien la Biblia, pero si Dios, para provocar el famoso diluvio universal, hizo llover durante días y días sobre la tierra, fue sin duda porque estaba seguro de que Noé, luego de la catástrofe, iba a reconstruir el mundo de los hombres. Pero supongamos que Noé hubiera sido un perezoso o un histérico a punto de desesperar; en pocas palabras, alguien no apto para reconstruir, y que el mundo, luego del diluvio, se hubiera quedado para siempre como una tierra abandonada: Dios en el cielo hubiera sentido una profunda angustia. Pero, felizmente, Noé estaba provisto de las facultades requeridas por el Dios, y el diluvio entonces jugó el papel determinado dentro de los límites del orden establecido entre Dios y los hombres, sin provocar más catástrofes que las que esperaba la divinidad. En breve, las cosas sucedieron conforme a la creencia divina en una armonía pre establecida. Pero, ¿un Dios así no es abyecto? El bombardeo atómico a Hiroshima fue el peor diluvio del siglo XX. Y los habitantes de la ciudad, en lo más difícil del cataclismo, se pusieron inmediatamente a trabajar para restablecer su universo humano. Hicieron todo por salvarse, y haciéndolo, socorrieron también, sin saberlo, las almas de quienes hicieron explotar la bomba sobre sus cabezas. Las aguas de esta moderna inundación están momentáneamente congeladas pero pueden derretirse en cualquier momento para volver a caer, desencadenando un nuevo diluvio universal (...)”.
Las palabras de Ôe sorprenden y horrorizan porque nos llevan a preguntarnos si ese exceso de confianza en las capacidades del hombre para levantarse de la caída no es la matriz de la guerra, si el hombre no ha sobrepasado ya su máximo de arrogancia al creer que puede dominarlo todo, también la energía nuclear, y se muestra omnipotente ante “el desarrollo monstruoso de las tecnologías y de las comunicaciones” cuando los “accidentes” se suceden y le demuestran lo contrario. Acaso, se preguntaba entonces Ôe, ¿lo que conoce el mundo de la bomba atómica no es su poder de destrucción y su capacidad de haber servido como el punto de inflexión que marcó el fin de la II Guerra Mundial?, ¿dónde quedan –nos reclama– el sufrimiento y las consecuencias que tuvo el bombardeo atómico sobre la población civil?. Estas preguntas y muchas más que quedan rondando tras la lectura –y que no se resuelven en el periplo del autor por Hiroshima–, a casi medio siglo, se hacen más vigentes que nunca ante la amenaza que se cierne hoy sobre nuestras cabezas, y siguen reclamando discusión. En el prólogo de 1965, con las mismas palabras con las que tal vez hablaría ahora, agrega en tono desolador pero nunca más urgente: “aunque la existencia de estas personas (víctimas de la radioactividad) y sus llamados, marcados de urgencia, perduren ¿quién de nosotros podrá acabar con esta parte de Hiroshima que llevamos tan dentro?”.

*Lingüista colombiana residenciada en Tokio.