Por José Luis Díaz-Granados*
“¡Nadie es tan necio que admire a Miguel de Cervantes!”, escribió alguna vez Lope de Vega, después de haber ridiculizado y perseguido hasta la saciedad al “Manco de Lepanto”, llegando al extremo de burlarse hasta de su aguda pobreza.
Durante largos años, Cervantes sufrió toda clase de ofensas y desaires por parte de quienes ostentaban el cetro de la cultura en la España del Siglo de Oro, y no sólo venían del celebrado autor de Fuenteovejuna, sino de otros letrados preclaros. Baltasar Gracián, aquel jesuita pesimista y barroco, en su libro Agudeza y arte del ingenio, publicado en 1642 -veinticinco años después de la muerte de Cervantes-, escribe que “no encuentra un solo rasgo ingenioso del Quijote digno de ser citado”. Y Quevedo, cuando se refiere a los escritores más representativos de su tiempo, apenas si alude a don Miguel, y esto solamente para señalar la extremada flacura de su personaje.
Por su parte, los hermanos Bartolomé y Lupercio Leonardo de Argensola, poetas de corte clásico muy faltos de emotividad, animaban en su casa tertulias en las que tomaban parte las luminarias de la época. A ellas asistía, invitado por conmiseración, el pobre Miguel de Cervantes, a quien muchos recordaban después porque, arrinconado, jamás intervenía en las conversaciones y cuando lo intentaba hacer producía hilaridad a causa de su tartamudez.
“Es decir, escribe Borges tres siglos más adelante, Cervantes fue casi invisible para sus contemporáneos”. Y agrega: “Su misma actuación militar en la jornada de Lepanto había sido tan olvidada que él mismo tuvo que recordar que debía su manquedad a aquella batalla”.
Con Shakespeare ocurrió algo semejante, sólo que al contrario de Cervantes, no tuvo entre sus contemporáneos rivales de peso. Las obras maestras que escribió ---Hamlet, Romeo y Julieta, Otelo, etc.---, pertenecían a la compañía teatral, no a su autor. Por lo tanto, Shakespeare también fue un escritor casi invisible para su tiempo.
Algunos letrados celosos de su prestigio, a quienes paradójicamente nadie recuerda, cuando aludían a su obra lo hacían para burlarse de sus comedias o para referirse a sus sugar sonnets (sonetos melosos o azucarados).
La rivalidad literaria no siempre está asociada a los celos. Hay escritores que pueden considerarse rivales y continuar siendo amigos entrañables. Tal es el caso de Louis Aragón y Paul Eluard, extraordinarios poetas del siglo XX, renovadores de la expresión lírica francesa, surrealistas insignes y comunistas militantes. O García Lorca y Rafael Alberti, encasillados en su etapa inicial como neopopularistas. O Jorge Amado y José Saramago, los más notables narradores lusitanos contemporáneos. En todos los casos, amigos y epígonos, se admiraban unos a otros sin antagonismos.
Por el contrario, cuando se trata de adversarios que tienen visiones del mundo encontradas, el asunto toma en ocasiones directrices amargas. André Gide (1869-1951), escribió novelas que desafiaban la moral cristiana y recreaban la sexualidad sin barnices ni pudores. Su rival, Paul Claudel (1868-1955), con quien cultivó una amistad distante, a la vez de una fecunda y enriquecedora correspondencia a lo largo de medio siglo, era católico, conservador y puritano. Gide se burlaba de él en sus artículos llamándolo “santurrón” y “fariseo” y éste se desquitaba calificando a aquel de “depravado sexual” y “gusano inmundo”.
Sin embargo, Gide obtuvo el Premio Nobel cuando todo hacía pensar que lo ganaría su rival. Cuentan que pocas horas después de haber fallecido Gide, Claudel recibió un telegrama firmado por aquel, que decía: “El infierno no existe. Puedes hacer locuras”.
En los años 50 se especulaba acerca de la presunta rivalidad entre William Faulkner y Ernest Hemingway, los novelistas estelares de la postguerra en Estados Unidos. Lectores y críticos tomaban partido: “Faulkner es más poético” o “Hemingway es más mesurado”, etc. En verdad, ambos se admiraban de lejos, y sólo una vez se conoció una reacción en las dos direcciones: cuando Faulkner afirmó en una entrevista que Hemingway era un buen narrador, pero que en su concepto “le faltaba valor para experimentar”, éste, iracundo, respondió que si algo le sobraba era valor y pasó a citar una a una sus incursiones en las dos guerras mundiales y en la contienda civil de España, amén de sus innumerables desafíos a la muerte en la selva africana.
También en los años 50 surgió una rivalidad, creada en parte por los fanáticos del uno y del otro, entre el filósofo Jean-Paul Sartre y el novelista y ensayista Albert Camus. Amigos íntimos, camaradas durante la resistencia en París, fustigadores de la ocupación nazi y orientadores del existencialismo, los dos sostuvieron una polémica pública en la revista Les Temps Modernes de Sartre, acerca de los temas fundamentales de su generación: el marxismo, el fantasma de Stalin, la filosofía y el destino de la humanidad. Ambos defendieron a muerte sus ideas y a la postre se rompió una amistad entrañable.
Camus ganó el Premio Nobel en 1957 y Sartre lo rechazó en 1964, para no sentirse encasillado en esa institución.
El notable dramaturgo irlandés George Bernard Shaw y el virtuoso novelista Gilbert K. Chesterton, no podían verse ni en pintura. Pero una vez se encontraron y éste, rechoncho y achaparrado, al contemplar la osamenta larga y lánguida de Shaw, le dijo en tono corrosivo: “¡Quien lo vea a usted pensará que en la Gran Bretaña se pasa hambre!”, a lo que el ágil autor de Androcles y el león, respondió señalando la panza de su contrincante: “¡Sí, pero también sabrán a quién echarle la culpa!”.
Y, bueno, qué decir de la rivalidad entre dos pesos pesados de nuestro continente mestizo: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, ambos pertenecientes a la llamada generación del “Boom” y galardonados con el Nóbel de Literatura. Se admiran, se atacan, se olvidan mutuamente y vuelven al ring. Primero los distanció la actitud política –el primero, amigo íntimo de Fidel Castro; el otro, enemigo acérrimo--- y luego, un malentendido conyugal que dio como resultado el tremendo puñetazo del peruano al colombiano en 1976.
Sin embargo, al igual que lo acontecido en la acre enemistad entre Alberto Lleras y Alfonso López Michelsen, ambos recibieron al final la ansiada corona y luego reconocieron que fue totalmente inútil la caudalosa serie de mutuas arremetidas verbales y escritas propinadas con feroz persistencia durante más de medio siglo.
Envidia, egoísmo, vanidad, inseguridad, las rivalidades y celos en el mundo artístico y literario han existido siempre, desde que el mundo es mundo. Son juegos extraños que comenzaron con Caín y Abel. Y nunca se ha sabido a ciencia cierta si fueron hermanos, enemigos o adversarios o si fueron los protagonistas únicos de la más remota guerra mundial, causada por un endecasílabo perdido.
*José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).