Entrevista a Harold Kremer
Por Marcos Fabián Herrera Muñoz
La obstinación en un género, desdeñado por su ropaje refractario frente a los castrantes designios del mercado mediático, no deja de ser un arriesgado acto de intrépido equilibrista. Como una pavesa más, provocada en la crepitante hoguera que protagonizan prosélitos y detractores de la novela, Con- fabulación dialoga con uno de los más tozudos, pero al tiempo genuino y aventajado, cultores del cuento en Colombia. Aquí sus opiniones, vivificantes testimonios de un creador que asimila a su obra el cosmos onírico como imprescindible lupa para precisar la realidad.
En cuentos como Benito y La loca escondida en su sueño, la presencia de personajes y situaciones fantasmales, rasgo característico de su cuentística, se hace aún más palmaria. ¿Coincide éste aspecto con la asimilación de lo real como un rango de superstición y evanescencia que sólo la literatura apropia?
Es un recurso para intentar abarcar una realidad. Quizá, como alguna vez lo definió Todorov, es un recurso fantástico, con el que se pretende hacer vacilar al lector, sacarlo de esa “realidad” cotidiana en la que vive para enfrentarlo a otras situaciones que lo cuestionen y no lo confirmen. Lo real no es solo lo sensorial. Para mí, entre otras, el imaginario hace parte de lo real, puede que no lo sea para un académico sin emociones, pero para el común de la gente eso hace parte de su vida. Y más en América latina. Y en la cultura en la que nos formamos. Por esa razón no es sólo una apropiación de la literatura. Esto no es una discusión ni una justificación, mejor, en mi caso, es la utilización de unos recursos para narrar. En el caso de Benito es la exaltación del juego a través de la historia para rendirle un homenaje a esa figura mítica que fue Rafael Uribe Uribe quien, realmente en la historia, en un acto de locura, en la Guerra Grande (como la llamaban mis abuelos), y derrotados los liberales, atravesó como un fantasma el puente sobre el río Peralonso para espantar a los conservadores. Y digo “espantar” porque así fue. Los conservadores vieron un demonio, un hombre que no moría a pesar de todo el plomo que le echaron, vieron un fantasma apadrinado por el Diablo y, a pesar de tener el doble de combatientes, y el triunfo en sus manos, huyeron despavoridos. Otra cosa es La loca escondida en su sueño. Todo mundo sabe que los sueños hacen parte de la realidad. Y el que no lo sepa, sencillamente está jodido. Eso lo sabía muy bien Borges. La muerte es entrar en un sueño, es un sueño. El que le teme a la muerte es aquel que no sueña. El que quiere, como la personaje del cuento, tomar anfetaminas para no dormir, se instala en el terror, en la negación de la vida.
En su libro El Combate, además de los preceptos que han hecho carrera en la minificción, sobresale la confusión como un artificio que alimenta la urdimbre narrativa. ¿La utilización de tal recurso es el mejor camino para catalizar la imprevisión propia del género?
El minicuento tiene, necesariamente, unas características especiales en el nivel del relato, muy específicas por su brevedad: debe involucrar en la construcción de la historia al lector. El cuento normal moderno tiene, también, esas mismas características. No todos los minicuentos son imprevistos. Es más: personalmente no es que sean de mi agrado, entre otras razones porque con esa justificación se han escrito miles y miles de minicuentos malos porque lo imprevisto, desafortunadamente, también hace parte del chiste, no del humor. Yo insisto, de acuerdo a una vieja discusión que tuvimos con el ekuóreo Guillermo Bustamante Samudio, que todo minicuento debe permitir el levantamiento de una historia. Y si no existen los datos en el relato para hacerlo, entonces no es un minicuento. Y tampoco sería un cuento. Pero, de acuerdo a esa misma discusión, y he ahí la paradoja, a veces el lector debe construir también parte del relato. ¿Cómo? Con sus emociones, sus vivencias, su experiencia de vida y hasta con el sentido común. Y otro pero: el minicuento es muy cercano al poema, a la utilización de sus recursos pero no puede ni debe ser leído como un poema porque es un relato. En una novela, cuento o minicuento el autor debe desplegar unos recursos, debe tomar unas decisiones narrativas eficientes para contar esa historia. Y esos recursos buscan una verosimilitud, agregarle al mundo, a través del lenguaje algo tan tangible como un relato. Y, en esos momentos, como el culebrero que vende la pócima para la mordida de una serpiente, todo es válido, porque se trata de convencer a otros de que eso, esa historia, es real, así sea ficción o un mito. El culebrero te confunde, te enreda, te instala en el temor, así en tu pueblo nunca se haya visto una serpiente. Pero, de eso se trata, precisamente.
En varios cuentos de La noche más larga y El prisionero de papá, hay una recreación de reveses amorosos, infidelidades y relaciones afectivas atrapadas en el desencanto de la rutina y la domesticación. ¿Podría aventurar una correlación del componente formal del género cuentístico (síntesis, brevedad) con la naturaleza alada con la que se suele asociar el amor?
El cuento en el plano formal puede ser breve pero no en el de su interpretación porque no se agota. El amor es de suma trascendencia en la vida de cualquier ser humano. Una sociedad sin relatos propios es una sociedad fascista donde sólo cabrían las historias creadas por el poder. Escribí, precisamente sobre este tema, un minicuento: Los confusos, en el que se pretende esclavizar desde el lenguaje y desde los relatos a un pueblo. Es verdad que la vida de un hombre es mucho más vasta que el relato que se hace de la misma. El escritor fragmenta, selecciona, organiza un asunto que quiere contar. Todo desde un narrador. Sin embargo, la interpretación del cuento es más trascendental que sus escasas páginas. Es que un relato puede iluminar, cuestionar, acentuar un rencor, mostrar el amor como efímero o vital. Y todo lo que acabo de nombrar puede caber en un instante o en la vida entera de un ser humano. Eso depende. Lo importante, me parece, es que la literatura nos ayude a vivir, bien o mal, pero que nos ayude.
En El enano más fuerte del mundo y El prisionero de papá, la niñez hace presencia como un universo que juzga el mundo desde su Modus Operandi. ¿El mimetizarse narrativamente en un infante que condiciones implica para sobreponerse a la óptica que impera en la adultez?
Yo sigo sorprendiéndome del mundo, sigo siendo un niño. En la niñez nos formamos para el resto de la vida. Las preguntas más trascendentales vienen de la niñez. Es el período en el que pasamos de lo fantástico a lo real y en el que nos resistimos a aceptar ese mundo nuevo. Creo que es el verdadero momento en que somos rebeldes, y también inocentes. En la búsqueda de conservar ese mundo es que podemos convertirnos en asesinos, policías, ladrones o escritores. Yo diría que el recurso de utilizar un narrador niño (en El prisionero de papá, por ejemplo) es contar un relato en el que ese personaje no tiene juicios o, si los tiene, son equivocados, o no son propios sino de los adultos. Esa carencia de competencia, esas limitaciones, le dan una carga semántica nueva al relato, convirtiéndolo, a veces, en un texto extraño (por ejemplo el comienzo de la novela de William Faulkner El sonido y la furia o la inocencia frente a la interpretación del narrador del cuento Es que somos muy pobres, de Rulfo). Esta focalización de una historia simple puede convertirse en un relato sugestivo, lleno de matices, de simbología y de candidez frente a la interpretación de un universo.
En la antología Colección de Cuentos Colombianos, que realizaste para Deriva Ediciones, destacas a Efe Gómez como el primer escritor en apropiarse de las orientaciones básicas que rigen al cuento moderno. ¿El conocido decálogo de Horacio Quiroga, sigue siendo el recetario imprescindible del cuentista?
Todo le sirve a un escritor hasta la literatura mala. Hay miles de decálogos en este momento. Cada cual le dio por enseñar trucos para escribir cuentos. Y también son válidos. Pero el verdadero trabajo de un escritor consiste en no hacer caso de los decálogos, en primer lugar. Luego está el trabajo que quizás es lo único válido en la escritura. Y luego, claro está, en ser un buen lector porque un escritor debe leer, además de la historia, el relato, es decir cómo se escribió ese cuento, cuáles decisiones narrativas se tomaron. Allí es donde se aprende todo. En conclusión: no existe un buen escritor que sea mal lector.
Proliferan manuales y cartillas sobre el cuento. ¿La tozudez de ciertas academias y talleristas por apegarse a dichos textos, coartan y asfixian la experimentación y el riesgo, tan necesarios e indisolubles en la creación literaria?
Un tallerista en creación literaria debe, en un momento determinado, matar al director del Taller. Debe continuar solo su camino, debe conocer la lengua, la literatura que le sea posible, y luego, como decía Manuel Mejía Vallejo, sólo luego, podrá tirarse la lengua, tirarse hasta la misma literatura. Ese momento es el de la experimentación, el del riesgo, quizá el de su encuentro con su propio mundo literario.
¿La supremacía comercial de la novela, obliga al cuentista consagrado a “a la sombra de una marginalidad iluminada”, como ha dicho Fernando Cruz Kronfly sobre su oficio literario?
Como siempre Fernando Cruz Kronfly, mi maestro, tiene toda la razón. Y le agregaría algo: existe la supremacía de la novela fácil, de moda, con temáticas atrapabobos. Hoy en día todo mundo escribe bien. Cualquiera que entre, con algo de disciplina, a un Taller de escritura, puede aprender tres o cuatro trucos para contar cualquier cosa. Sin embargo, el problema es otro. ¿Cómo los acontecimientos narrados son capaces de cuestionarnos hasta el punto de que tengan una trascendencia en nuestras vidas? ¿Con cuál mirada observamos, por ejemplo, nuestra época? ¿Desde dónde la pensamos? Si miramos, por ejemplo, La ceniza del Libertador, de Fernando Cruz K. no nos vamos a encontrar simplemente con el viaje agónico de Bolívar, sino el relato del Libertador iluminado desde nuestra época, la memoria y el olvido, Caronte reflexionando sobre el viaje más importante que tenemos en la vida. Esa es la virtud de La ceniza del Libertador, diferente a El general en su laberinto que, por cierto, tiene la misma temática. Y esa, también es la diferencia conceptual de Fernando Cruz Kronfly con las llamadas novelas históricas que pululan por estos días. Esa marginalidad es, quizá, lo que nos tocó vivir. Sé del aburrimiento de Fernando frente a un mundo donde él, que es un pensador, un intelectual, le tocó enfrentar: por un lado el mundo de los académicos que sólo reproducen lo que ya alguien pensó y son incapaces de generar ideas nuevas o debatir las viejas. Y, por otro lado, el aislamiento de su obra porque las editoriales no las consideran comerciales.