El rigor investigativo y la excelente escritura de Pineda Botero son puestas en juego en esta ficción, donde el escritor antioqueño reconstruye la compleja y apasionada vida de Juan de Urbina, que inaugura el género de novela de la Colección de literatura Los Conjurados. Publicamos aquí el exquisito comienzo de El esposado, memorial de la inquisición,
distribuido ya en las más importantes librerías de Colombia.
I. JUAN DE URBINA PASA A LAS INDIAS (fragmento)
“…No diré más de suplicar a Vuestra Majestad se sirva de mandar se tome resolución en lo tocante a ellas, acerca de poner el Santo Oficio de la Inquisición en este Reino, que tan necesario es para su bien y descargo…” (Carta de Bartolomé Lobo Guerrero, arzobispo de Santa Fe de Bogotá al rey Felipe III, del 11 de octubre de 1604)
Para salvar el resto de vida que le quedaba, Juan de Urbina trató de recordar detalles precisos de su niñez y juventud. Tenía más de sesenta años de edad, estaba recluido en las cárceles del secreto de la Inquisición de Cartagena de Indias y quería recordarlo todo; no solo los nombres de sus padres y hermanas, de los vecinos, las personas que conoció y los lugares donde vivió, sino también los diálogos familiares, el color de las paredes, el resplandor que entraba por las ventanas en las tardes del estío, los juegos infantiles, el sabor y el olor de los alimentos. Si sus referencias no eran creíbles y comprobables por testigos y aún por documentos, el relato de su existencia no iba a ser aceptado por quienes ahora le endilgaban la vida y los pecados de otro hombre.
En condiciones normales, ¿a quién no le gusta contar su historia, por anodina que parezca? Pero sus condiciones no eran normales y su relato era doloroso y desesperanzado. Recluido en esos calabozos oscuros, húmedos y mal olientes, atacado por ratas y otras alimañas, desprotegido e inerme, humillado y despojado inclusive de su personalidad, se sentía como si no tuviese historia propia, como si le hubiesen arrebatado su pasado, o como si el tiempo hubiese transcurrido para otros y no para él. ¿Quién se acordaba del vizcaíno Juan de Urbina, el de Andagoya? ¿El Juan de Urbina que recorrió tanto mundo, el que tantos hombres famosos trató? Estaba seguro de algunas cosas, y así lo sostenía con vehemencia ante sus jueces. Sí, era vizcaíno, de casta de cristianos viejos e hijo de hidalgo. Se llamaba Juan de Urbina. Había nacido en Andagoya, en el valle de Cuartango, jurisdicción de la ciudad de Victoria. Su padre fue Francisco Ortiz de Urbina, un pequeño comerciante en lanas y vinos, natural de Santa María de Riba Redonda en la Bureba. Su madre se llamaba María Sáenz de Zárate, también vizcaína, y tuvo dos hijas, Rosario y Ana, y un hijo, él, el menor. No conoció a sus abuelos paternos porque vivían en la Bureba: Rodrigo Ortiz de Urbina y Catalina, quien siempre se mencionó en la familia como Casilda (nunca supo el apellido). En cuanto a sus abuelos maternos, Juan Sáenz de Zárate y Catalina —como la abuela paterna, pero de apellido Ochoa— los conoció porque vivían en Andagoya. Hacía más de treinta años que no tenía noticias de ellos y ahora, estaba casi seguro, habían muerto, pero quizás alguno de sus jueces o alguno de los lectores de estas deposiciones se hubiese cruzado con cualquiera de las personas mentadas, abriéndose así el camino para esclarecer el relato de su vida.
Podía recitar de memoria tales informes, pero no podía comprobarlos porque nunca conoció su fe de bautizo. Por eso, cuando los jueces trataron de precisar la fecha de nacimiento, ya las cosas no eran claras. 1567 era el año más probable, pero bien pudo venir a este mundo unos años antes, caso en el cual su vida se confundía con la de otro Juan de Urbina. Pensó disculparse ante los jueces diciendo que por aquel entonces los niños nacían como ovejas en el potrero, sin papeles ni registros, crecían sueltos y recibían las enseñanzas de los mayores en los hogares o donde los vecinos. Solo unos pocos afortunados podían asistir a alguna escuela o recibir las luces bajo la dirección de tutor.
Y aquí la narración volvía a estar a su favor: él era de los afortunados que tenían letras. (El otro Juan de Urbina, por lo visto, ni siquiera sabía escribir). Para este fin fue enviado a casa de unos parientes en el pueblo de Arançon —en la provincia de Soria— aunque no pudo precisar las fechas. Cuando regresó a Andagoya no solo hablaba su nativo éuscaro sino también el castellano, que leía y escribía con regular solvencia, y, según él mismo afirmó, también había adquirido nociones sólidas del latín, todo lo cual le abría horizontes insospechados. Su padre, que no cabía del contento, le dijo que ya era hora de trabajar. Juan de Urbina hubiera preferido continuar los estudios, pero las condiciones familiares no fueron propicias. Se consoló pensando que su afición por la lectura iba a abrirle las oportunidades que le negaban ahora, y, desde entonces, fue un consumado lector de todo libro o pliego que caía en sus manos. En cuanto a trabajar, en esto también fue afortunado: el padre enviaba sus productos a un comerciante de Sevilla y a él le ofreció los servicios de su hijo. Fue así como partió para esa lejana y sureña ciudad, a casa del mercader Domingo de Corquera. (El otro Urbina, en cambio, había partido para Portugal). No se sintió acongojado porque siempre había vivido en casa ajena y eran escasos los recuerdos felices que guardaba de sus padres y hermanas.
Comparadas con Sevilla, las ciudades de su niñez se le hicieron caseríos pobres. Aquélla sí era una verdadera ciudad. Por las bodegas de Corquera —una especie de central de acopio— pasaban los productos más diversos: lanas, tejidos, vestuario, artículos de cuero, quesos, vinos, carnes curadas, granos, espadas, municiones, pertrechos, herramientas, libros y mil cosas más. Corquera también negociaba con animales vivos, desde gallinas y perros hasta vacas y caballos, que reunía en corrales y graneros cercanos a los puertos. Los productos y los animales procedían de muchos lugares de España y surtían las naves que partían para las Indias. Corquera tenía un socio, Pedro de Abacía, dueño de otra bodega con productos de ultramar. Al principio, el trabajo del joven se limitó a cargar fardos y toneles, pero pronto demostró sus conocimientos de lectura y escritura y le fueron asignadas nuevas responsabilidades. Así, durante varios años llevó los registros, controló las existencias y fue el guardián de los documentos.
A su llegada le impresionó el acento andaluz, y pensó que se trataba de otra lengua que también debía aprender. Pronto se dio cuenta que el castellano que había adquirido en Arançon también se hablaba aquí, pero con variaciones: aspiraban o eliminaban las “eses”, sobre todo al final de las palabras, eliminaban o modificaban el sonido de las “erres”, y asimilaban unas consonantes con otras. Decían “pejcado” en vez de “pescado”, “murlo” o “mujlo” en vez de “muslo”, “cojtal” en vez de “costal”, “arbañil” en vez de “albañil”, “fadda” en vez de “falda”, “piejna” en vez de “pierna”; particularidades del lenguaje a las que pronto se acostumbró. Encontró un ambiente propicio para su afición a la lectura y descubrió el mundo insospechado del teatro. A su aposento llevaba ejemplares prestados de los libros embalados en las bodegas, o de los que circulaban entre sus amigos. A la luz del candil pasaba las noches en claro leyendo las aventuras de Amadís, Esplandián, Lisuarte, Florisel, Rogel de Grecia, Silves de la Selva, Palmerín, Don Duardos, Primaleón, Felixmarte de Hircania o Cirongilio de Tracia y los romances de pastores y pastoras a las orillas de las fuentes de un Jorge de Montemayor o de un Gaspar Gil Polo. Las historias desvergonzadas de La Celestina y La lozana andaluza lo mantuvieron en un estado de zozobra por meses. En la mesa de trabajo de su patrón encontró el Lazarillo de Tormes que aquel le permitió leer con reserva. Se familiarizó con obras de Antonio Porras y Sebastián de Orozco. Leía también la poesía de Juan Boscán, Garcilaso de la Vega y del sevillano Fernando de Herrera. Asistía a los “corrales de comedias”. En el fondo del patio de cualquier casona o posada se improvisaba el escenario y cómicos itinerantes representaban comedias de doble sentido, que hacían reír al público a carcajadas. En una ocasión llegó a la ciudad el extremeño Vasco Díaz de Tanco que componía obras dramáticas y las representaba, recitaba romances de su cosecha y los vendía en pliegos sueltos, e improvisaba versos lascivos que eran el deleite de los jóvenes. Las obras de Bartolomé Torres Naharro todavía se representaban con éxito y se le volvieron familiares, al igual que los dramas de Diego Sánchez de Badajoz, en especial La farsa de la hechicera y La farsa de la ventura. A los corrales asistían los más encopetados, cada quien cargando su banco, como si asistiera a la iglesia, y se ubicaban bajo los techos laterales. Juan de Urbina y sus amigos lo hacían de pie, en el centro del patio, con la montonera, a cielo abierto y lo más cerca posible del escenario, para mejor gozar la magia de aquellas jornadas. Lo que más lo impresionaba era el furor colectivo, el sentimiento de unidad que se lograba entre señores y peones, entre hombres y mujeres, entre forasteros y locales.
Con ocasión de ciertas celebraciones, el arzobispo hacía desfilar las órdenes religiosas por plazas y calles. Y debían hacerlo en procesión, con “mortificaciones exteriores decentes”. Desfilaban los capuchinos y trinitarios, los agustinos recoletos, los descalzos de San Francisco y Santa Bárbara, unos con calaveras y cruces, otros con sacos y cilicios, sin capuchas, cubiertas las cabezas con ceniza, con coronas de abrojos, vertiendo sangre. Traían sogas y cadenas en los cuellos, cruces a cuestas, grillos en los pies; aspados y liados, hiriéndose los pechos con piedras, con mordazas y huesos humanos en la boca y todos rezando salmos. Juan de Urbina se mezclaba con la multitud para verlos pasar. Entonces sentía cosas extrañas. La vida era algo efímero y, quizás, prescindible. Lo importante venía después de la muerte. Al ver tanta miseria de la carne ya no era dueño de su voluntad. Su devoción cristiana y el sentimiento de la presencia del Señor eran tan fuertes, tan reales, tan sólidos, que, por así decirlo, los podía tocar. Algo similar le ocurría en las procesiones de Semana Santa, cuando luchaba a brazo partido para hacerse un sitio junto a los cargadores de andas. Si, por fortuna, o mejor, por la gracia de Dios, lograba ser admitido como tal, no escatimaba esfuerzo para soportar la más dura prueba, aun con daño de su propio cuerpo. Pero lo que más lo fundía con aquellas creencias y con aquellas masas eran los autos de fe. Al principio de la ceremonia no sentía nada especial. Pero, a medida que trascurría, cierta fuerza aglutinante iba creciendo de manera imperceptible. Y cuando los verdugos encapuchados encendían las teas y con ellas las hogueras que iban a consumir a los infelices condenados, la multitud abigarrada gemía como un solo cuerpo. Entonces Juan de Urbina se sentía descender como una gota arrastrada por el caudal de una catarata sin fondo. Los rugidos de las víctimas llenaban el espacio por largo tiempo; tan lento era el suplicio. Luego se apagaban uno a uno y venía el silencio, y solo se escuchaba el chisporrotear de las brazas. A medida que todo quedaba reducido a cenizas, la tensión se disipaba y cada individuo, en absoluto silencio y sumido en los más devotos pensamientos, tomaba el camino del hogar. El efecto de aquellos actos quedaba intacto y duraba meses en el espíritu de Juan de Urbina. Nunca osó comprender los misterios. Eran, simplemente, manifestaciones de la fuerza divina que aglutinaba a los de su pueblo; la fuerza que indicaba el origen y la pertenencia; la fuerza que lo impulsara a grandes ejecutorias cuando, ya en su vida de adulto, fue llamado a participar en actos colectivos de naturaleza religiosa o militar.
Con el tiempo se ganó la confianza de sus jefes y, entonces, fue admitido en las tertulias que celebraban después de las labores del día. Mientras escanciaban buenas jarras de vino, Corquera y Abacía discutían cosas trascendentales que maravillaban al joven, como lo maravillaban los libros que leía, o los espectáculos a los que asistía. Que si el mundo es uno solo o hay muchos mundos; que si es llano o redondo y si también el cielo es redondo o llano. Que si es habitable toda la tierra o no. ¿Quién podía vivir en la zona tórrida, por su excesivo calor? ¿Era factible el paso de una zona templada a la otra? ¿Y qué decir de las antípodas?
Las respuestas las daban los marineros. Llegaban en barcos cargados hasta más no poder, luego de atravesar el mar tenebroso. Traían plata, oro, marfil, quina, tabaco, clavo de olor. Venían de México y Perú, Senegal o Malucas y de otros continentes, islas y mares. Descargaban la mercancía, contaban sus historias y regresaban a esas lejanías en busca de nuevas aventuras, ahora cargados con los productos de la patria. Los dos socios poseían mapas que iban completando con las noticias recibidas; mapas llenos de anotaciones que discutían largamente en las tertulias de la tarde. Allí aparecían las rutas del Caribe, la de Magallanes, la del Cabo. El mundo —que sin duda era uno solo— tomaba forma en aquellos pergaminos, a pesar de las tachaduras y repasados, a pesar de los contornos imprecisos y las distancias imaginadas. Y mientras el globo parecía achicarse, fluían las leyendas procedentes de ultramar: se supo de tesoros, de tribus lejanas, de islas flotantes en mares de agua dulce, de naufragios y cautiverios en inmensas comarcas de infieles. Quienes visitaban el país de Malabar eran recibidos por príncipes cubiertos de piedras preciosas encaramados en los lomos de los elefantes. Quienes regresaban de México describían los templos de piedras inmensas y macizas bañadas en sangre humana. Se hablaba de selvas interminables con los monstruos más horrendos, montañas cuyas cimas se ocultaban entre las nubes, ciudades cuyo resplandor áureo enloquecía a los expedicionarios, y se citaban los nombres de incontables españoles extraviados en las llanuras de Tierra Adentro.
En las tabernas y mesones de Sevilla, el joven Juan de Urbina se cruzaba con forasteros; comerciantes, soldados, clérigos y todo tipo de individuos. Venían de los pueblos de España y de algunos países vecinos y hablaban lenguas diversas. Como desde niño había observado que existían muchas formas de hablar, ya sabía distinguir el acento de los castellanos del de los andaluces y del de las demás provincias, y podía decir el origen de cada quien por la forma como hablara. Se divertía escuchándolos mientras bebían enormes jarros de garnacha, malvasía o amontillado hasta la embriaguez y declaraban su deseo de embarcarse. Todos se presentaban en la Casa de la Contratación de las Indias del Mar Océano buscando un cupo para ir a América. En vano los funcionarios de Felipe II pregonaban ordenanzas, cédulas reales y demás reglamentos en las plazas de pueblos y ciudades, con los que se les pretendía impedir el viaje. Los nombres de Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar, Hernán Cortes, Pedro de Heredia, los hermanos Pizarro, Almagro, Cabeza de Vaca resonaban por doquier. La figura que más le interesaba a Juan de Urbina, sin embargo, era la de Pascual de Andagoya, quien había nacido en su propio pueblo en un hogar similar al suyo, y de quien oyó hablar desde la más tierna edad. Andagoya bien podía ser el modelo de su vida: había participado en la expedición de Pedroarias Dávila por el Pacífico y en la fundación de Panamá y fue quien difundió la noticia del fabuloso reino de los Incas, abriendo la posibilidad de que los hermanos Pizarro iniciaran la conquista del Perú. Eran historias recientes que llenaban la imaginación de los jóvenes y atraían más y más aventureros.
Todos estaban convencidos de que la labor apenas comenzaba y de que iba haber espacio para todos, porque faltaba por descubrir y colonizar mucho más de lo conocido, pues en los mapas todavía existían inmensos espacios vacíos.
Pero no todos estaban invitados. Ahora los franceses, holandeses e ingleses también querían concurrir y enviaban expediciones para arrebatarles a los españoles los territorios ganados. Los nombres de John Hawkins, Martín Cote, Jean de Beautemps y Roberto Baal ya eran parte de la historia. En cualquier ensenada de aquellas costas inmensas o en medio del océano, las naves españolas se encontraban de repente frente a los corsarios y los combates eran feroces. Esto no amilanaba a Juan de Urbina. El mundo, la riqueza y el poder eran de los valientes y los afortunados. Él se creía afortunado. Ahora iba a demostrarse a sí mismo que también era valiente. Además, ¿qué importancia tenía la vida terrena ante la gloria de la eterna?
Irse a la mar océano, combatir a los corsarios, explorar lejanías, llevar como estandarte los nombres de España y de Cristo eran los designios de su raza, y él no iba a quedarse por debajo de las más altas expectativas.
Por esos días comenzó a circular un nuevo nombre: Francis Drake, quien comandaba toda una flota de guerra enviada por el rey de Inglaterra para apoderarse de los puertos y las rutas del Atlántico y del Caribe. Por eso, cuando los pregoneros de Felipe II trajeron la noticia de que se preparaba una armada al mando del general Álvaro de Flores para combatirla, Juan de Urbina comprendió que Drake marcaba la oportunidad de su vida: decidió enrolarse como soldado. Habló con Corquera y Abacía y recibió sus voces de aliento. Habló con compañeros y amigos y todos lo apoyaron. Pero necesitaba licencia de su padre, porque se suponía que aún era menor de edad. Entonces viajó de urgencia a Andagoya. El padre lo abrazó y le firmó el documento; y partió con lágrimas en los ojos. Fue la última vez que vio a su familia.
Imbuido por sentimientos colectivos de patriotismo y aventura, y ya en posesión del documento paterno, Juan de Urbina se presentó en las oficinas de reclutamiento y lo asignaron a la compañía del capitán Juan de Salas de Valdés. Poco después, cuando ya despuntaba la primavera, pasó al puerto vecino de Sanlúcar de Barrameda donde la congestión era inmensa. Había veinte o treinta navíos prontos a partir y miles de marineros, soldados y comerciantes agolpados en los muelles. Estaban también los galeotes venidos de todos los pueblos de la Península. Llegaban custodiados por la Santa Hermandad en grupos de diez o doce malandrines, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro —que llamaban “colleras”— y con esposas en las manos. Eran ladrones, pícaros, asesinos, hechiceros, alcahuetes condenados a galeras en las naves del Rey. Juan de Urbina no alcanzó a conocer el puerto ni la ciudad que se extendía a su lado: sin ninguna demora abordaron el galeón Nuestra Señora del Barrio, de cerca de trescientas toneladas de desplazamiento, al mando de Pedro de Tapia, y partieron hacia la inmensidad del mar.
Álvaro Pineda Botero. Nació en Medellín, Colombia, en 1942. Con su novela Trasplante a Nueva York ganó el Premio Nacional de Literatura. Su segunda novela Gallinazos en la baranda fue finalista del concurso Plaza y Janés. Otra de sus novelas, Bolívar el insondable, fue seleccionada por la Revista Credencial entre las más destacadas del siglo XX en Colombia. Como crítico literario ha publicado Del mito a la postmodernidad, Teoría de la novela, El reto de la crítica, La fábula y el desastre (estudios críticos sobre la novela colombiana 1650-2007) y La esfera inconclusa: la novela colombiana en el ámbito global. El esposado, memorial de la Inquisición es su última ficción.