Este mes se cumple un aniversario más del asesinato de JFK. Y hará un par de jornadas que me topé con un fragmento digitalizado del, quizás, no tan conocido discurso de JFK, en torno a los respectivos roles del político y de la prensa en la sociedad, un par de años antes de su asesinato. En la parte medular de la referida alocución JFK, con mucho coraje, aborda el tema no desde un cómodo mundo de abstracciones sobre el papel que han de desempeñar política y prensa en la sociedad, pues quiso designar su discurso con el título de “El presidente y la prensa”. Ponía así, sobre la palestra, la figura de la primera magistratura por él ejercida en ese momento; recurso por medio del cual hábilmente podía hacer otro tanto con los medios de prensa y, más aún, pedirles su colaboración en la tarea de cimentar un estado en el que no se utilizara el manejo secreto de la información con perversos fines.
En un acto de sutil mea culpa, dejaba entrever la existencia de una red operando a la sombra de los poderes del estado, administrando el aparato informativo, con miras a la coerción, no sólo de la ciudadanía americana, sino de la ciudadanía de los más diversos pueblos del orbe, sembrando clamores de inminente guerra. Pero, al invitar a la -no sabemos si bien o mal llamada- prensa libre a ayudarle a combatir tales vicios, cabe la posibilidad de que haya querido deslizar, sesgadamente, la tesis de que parte de esa prensa se encontraba ya alineaba con tal red de poder, constituida en la oscuridad, para manipular los usos de la democracia y mantener la segregación racial, abolida en 1954, pero no acatada por muchos estados, mantener inhumanas restricciones en política de inmigración y, lo más grave, desatar una guerra con la URSS de muy reservados pronósticos para la humanidad entera; tres aspectos en los que no complació a los ultra conservadores.
Algo muy oscuro debió percibir o descubrir JFK, apenas entrado al ejercicio del poder, cuando se viera obligado a pronunciar un discurso de tono y palabras tan inusuales -por decir lo menos- para un presidente de la nación más poderosa de la modernidad. En esa pieza de oratoria han de haber colaborado, además, sus asesores en el tema de los pronunciamientos públicos.
Es decir, que JFK y -presumible es pensarlo- un fiel y reducido grupo de sus asesores deben haber estado muy al tanto de la bestia secreta que calladamente alienta a trastiendas del poder, domeñándolo, usurpándolo, ejerciéndolo a costa de las epidérmicas y, en veces, postizas figuras de la política. La más prestigiosa de las ciencias modernas, como lo es la crematística, ha puesto muy en boga el hablar de sociedades secretas, sectas encubiertas y clanes siniestros tejiendo sus redes, a fin de centralizar en pocas manos el control del poder, copando los espacios de la economía, las jerarquías militares, los estamentos de la política e, incluso, de las iglesias, en las más disímiles colectividades humanas. También ha detectado la veta aurífera que reposa en la tumba de personas legendarias, como Nostradamus, Rasputín o el Che Guevara. En los últimos años, ha “descubierto” la veta de las logias. Y como en toda nueva ola, las muchedumbres comienzan a alimentar tales o cuales leyendas. Se gana un mundanal de plata con eso.
Pero no es, por cierto, mi intención aquí, la de alimentar o desacreditar tales leyendas, básense o no en hechos reales. Mi interés se dispara más bien a preguntarse, ¿por qué ha de parecernos ahora la existencia de órdenes secretas como una novedad, si desde que el mundo es mundo, se ha visto comprobado que minoritarios cenáculos gobiernan a las mayorías, basando su poder en el manejo del secreto y el ejercicio de la coacción? Al mirar retrospectivamente la huella humana recogida del pasado, no pocas veces nos produce nausea. Los autócratas han sido maestros en el arte de administrar la información y el modus operandi del secreto para mantener el control de las tribus (un tipo de control que incluye, con frecuencia, el genocidio). En los bandos de muchos de quienes se autoproclaman como los más puros demócratas, comunistas, republicanos, federalistas, patriotas, socialistas, etcétera, vemos otro tanto. Y basan sus conductas en la tesitura represiva que alienta en las zonas oscuras de la psique humana para armar sus bien aceitadas redes de milicianos. Como suele decirse popularmente, todo hombre acuna a un policía en su pecho. Y cuando ese “ductor” brota a la superficie, suele hacerlo mirando al resto de sus iguales como a míseras sabandijas a las que hay que restringir.
Al pueblo norteamericano le mataron un presidente en sus narices y poco pudo hacerse para develar la existencia de una conspiración. Hay quienes sostienen que JFK le dio la espalda a una antiquísima y tenebrosa sociedad secreta. Yo pienso más bien que fue cierto candor lo que le indujo a dar la espalda a los grupos reaccionarios, operarios de la sombra, los del tipo que siempre juran ser partidarios de la humanidad, pero que -inveteradamente- actúan en contrario de ella, sea que vistan de republicanos ángeles o de monjitas socialistas. Y en ello no resultan ser tan secretas sus acciones, pues se deleitan en cierto vouyerismo, les gusta dejar intimidantes, aunque velados rastros; en todo caso, sólo hay que aprender a leer sus telegrafiadas intenciones, que luego bien saben plasmar en matemáticos modelos de coerción humana, amparados por retraídos clanes policiales, bien entrenados y recompensados, para mantener “su orden”. Tampoco hay que olvidar que luego del asesinato de JFK, fue que se intensificó la guerra en tierras de Vietnam, tomando visos apocalípticos.
Quizás JFK cayó en un error de cálculo o (¿quién sabe?) acaso pudo verse acorralado y, como respuesta, quiso prevenir no sólo a los medios de prensa, sino a la población en general, en contra del statu quo de los retrógrados. Pero su muerte, obra o sello de una aleccionadora premeditación, no difiere tanto, como se pretende, de la de funcionarios como Beria o Yezhov, o la de un poeta como Osip Mandelstam (entre otros millones de inocentes) durante el ultra secreto sistema policial impuesto en la URSS por el aciago Stalin y sus soviets, pues todos son crímenes de estado. Se ha de acallar a aquel que representa una amenaza o un obstáculo para el statu quo de las minorías gobernantes.
Las sociedades secretas, que -insisto- a mí no me lo parecen tanto, operan en todas partes, vistan de izquierdas, de centro o de derechas. Y el pueblo las deja obrar… Y tal como me place de cuando en cuando recordar, digamos con Jefferson: “El mejor gobierno es el que menos gobierna” Y luego con Thoreau: “El mejor gobierno es el que no gobierna nada.” Ambas expresiones muy allegadas a las enseñanzas del Tao Te Ching, uno de mis poemarios (o “filosofarios”) de cabecera. ¿Quién lo diría? Escuchar tales expresiones de parte de dos ciudadanos del tan malhadado imperio gringo.
Mas en un mundo en el que casi nadie quiere “gastar el tiempo” en ver a su alrededor para disfrutar el concierto de la naturaleza y, mucho menos, para esforzarse en leer entre líneas lo que otros, con arteras intenciones, hacen a su alrededor, es poco probable que aquel que desprendidamente quiera hacer el bien común, alcance algún lugar de preeminencia entre su colectividad. Los mediocres de corazón son los que gobiernan al mundo, porque tan sólo atienden o se atienen al reducido mundo de su propia malquerencia. En tanto que el resto de los hombres les deja conspirar y destruir a sus anchas, porque creen que no han de malgastar su tiempo en cosas malas ni buenas, como si el tiempo ido no fuera vida fugada. Ejemplo de ello han sido las aún tibias elecciones del gigante del Norte, en donde la indolencia de las clases menos privilegiadas ha concedido nuevos bríos al descomedimiento de la intolerancia, bien engalanada en cándidas tazas de té. Veámonos en ese espejo.
*Poeta y ensayista venezolano